lunes, 14 de marzo de 2011

Sobre el cañón del Tajo


Sobre el cañón del Tajo vuelan torcaces emparejadas y pequeños paseriformes que cruzan de un lado a otro de la pared de roca. El granito cae a pico sobre el Tajo, berrocales inmensos movidos por fuerzas antiguas e inconcebibles. Entre las grietas crecen cornicabras, invernantes aún, y acebuches relucientes de verde nuevo en la solana. Al otro lado, en la umbría, regueros de verde espeso, vegetación más delicada y húmeda, caen hasta el Tajo. Desde donde estoy hasta el agua hay unos 150 metros de caída. Al fondo un inmenso tapiz de bosque cerrado, recuperándose a siglos de sacas y pastoreo. Día de plomo, sucio. A mi lado suben las ovejas, con el canto de las esquilas que el viento aleja y trae. Los buitres salen de su posadero y vuelan sobre ellas. Al fondo las nubes negras cruzan la sierra de Altamira y van velando las pedrizas con el aire zarco de la primera lluvia. Una pareja de cigüeñas negras vigilan su territorio, pasan muy abajo, con el verde mineral y el brillo de la libertad. Me siento sobre una antigua era. Las piedras ya se desmoronan y caen hacia el Tajo. El paisaje es un inmenso mosaico de tiempos. En las piedras se pueden leer las huellas de los trabajos del hombre, cada vez más derruidos y tomados por el monte que reclama su espacio. A medio metro del suelo un nido de golondrina dáurica, perfecto. Los caminos empedrados se van perdiendo ya irremisiblemente, los pozos se encenagan, los molinos se hunden. El Tajo sigue allí, profundo, como siempre, guardado por su legión de buitres. Las águilas se esconden en lo más enriscado. No hay que molestar. El viento mueve las aguas de la superficie del Tajo y la luz va cambiando, ligera, sobre la superficie transparente del río. Mañana de invierno, con las nubes empujando firmes desde el oeste.

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