domingo, 27 de enero de 2013

Aquella luz

La Tribuna de Talavera, 21 diciembre 2012

Algunas veces miro al mar y busco aquella luz. Abajo, más allá del puerto donde los barcos blancos sestean al mediodía; más allá de la línea de la costa cicatrizada por brochazos de edificios, carreteras, desconchones grises y vacíos volteados sin compasión, donde se agolpa el desconsuelo de naves industriales e invernaderos. Sólo el mar, su luz, la línea lejana sigue siendo la misma que miles de años atrás, cuando todo fue limpio y libre. Algunas veces creo recuperar aquella luz. Entonces el sol entraba por la ventana, perfecto, lo recuerdo, transparente como aquella tarde lejana e imposible, donde el mar rompía sobre la playa cercada por la salina y los charranes se lanzaban en picado hacia las profundidades de plata y esmeralda. 

Entonces algunas veces observaba el mar y retenía en la memoria aquella luz sobre su cuerpo desnudo. A un lado la ventana, el mar, la tarde meciéndose hacia el oeste; a otro lado su cuerpo, su paisaje de mujer desandado por las sombras, por la luz penetrando por los pliegues, el perfil dibujado entre las sábanas, la luz de la pintura gastada, el reflejo de los cuadros baratos y cansados de tantos veranos. Todo estaba allí, aquella tarde. ¿Para qué más? Su cuerpo olía a sal y a luz, piel limpia y suave como un bosque de nieblas. Allí, levantando los ojos del libro estaba el mundo. Ella y el mar reverberando, esperando, escuchando su sueño.

Los ojos se hacen viejos. No son las arrugas, ni las manchas. Es otra cosa. Aquella luz nunca será ésta. Jamás. Ni aquel olor, ni aquel tiempo, ni aquella espera. No. Nunca se repite la misma luz, como el Mediterráneo jamás es el mismo, aunque todo sea él más allá de la basura de cemento de la costa. Ella sigue allí, mientras el viento mueve las cortinas y su sombra tenue acaricia su piel erizada por la brisa y el sol de aquella mañana inmensamente lejana. Ella, siempre, seguirá allí, puedo levantarme de la silla, dejar el libro sobre la mesa y cruzar el infinito de baldosas rojas de la habitación, y recorrer su cuerpo como un paisaje mágico de libros de caballerías. Nunca volverá. Lo sé. Pero algunas veces –siempre- miro al mar y le pregunto por la playa donde quedó aquella luz.

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