viernes, 12 de junio de 2015

Gracias a Aragón

La Tribuna de Toledo/Talavera, 12 junio 2015
Textura del agua del Tajo a su paso por Toledo. Fotografía: Yolanda Lancha. La Tribuna de Toledo

Si usted estos días ve que el Tajo se queda sin agua en Talavera, o con un caudal ínfimo en Toledo, sepa que es consecuencia tanto del Plan del Tajo del año pasado, como del memorándum del Tajo-Segura aprobado por el gobierno de Rajoy, y bendecido también en 2014por las comunidades autónomas afectadas, entre ellas Castilla-La Mancha. Por tanto la situación del Tajo es algo esperable, e incluso normal, puesto que como ya he dicho en otras ocasiones, el memorándum garantiza mucha más agua para el trasvase, pero limita por ley –tiene delito– el agua que puede salir hacia el Tajo. Es por eso que aunque estos días la estación de aforos de la propia Confederación Hidrográfica del Tajo en la localidad de Cebolla, dé mediciones de cero metros cúbicos por segundo, y que por Talavera no haya durante días ni siquiera un hilo de agua, no ya los “legales” diez metros cúbicos por segundo, nadie de las altas esferas de la Confederación, del ministerio, o del propio gobierno de Castilla-La Mancha, se ruboriza o pone el grito en el cielo. Nadie hace nada. Nadie actúa. Ésta es la situación: el río más largo de la Península sin agua, mientras el Tajo-Segura a tope, 15 metros cúbicos por segundo, caudal suficiente para abastecer a una comunidad de Madrid entera, y que se va a los regadíos intensivos y negocios del Levante. Lo de siempre. 

En estas se retiran ayer a última hora las enmiendas a la ley de Montes donde el PP iba a empotrar y esconder la regulación del Tajo-Segura, el paquete de medidas del memorándum que tumbó hace unos meses el Tribunal Constitucional. El PP quería meterlo en el Senado en dichas enmiendas –como en su día lo hizo en la ley de Evaluación Ambiental– , pero a última hora han desaparecido hasta una ocasión más propicia. ¿Por qué? ¿Adivinan? ¿Por la posición beligerante del aún gobierno de Castilla-La Mancha? ¿De nuestros senadores provinciales toledanos? De eso nada. Ha vuelto a ser Aragón, los pactos post electorales donde el PP tiene que negociar con partidos regionalistas, los que han paralizado de momento la tramitación de las enmiendas relativas al Tajo-Segura, enmiendas que también abren las puertas a posibles trasvases o ventas de agua encubiertas del Ebro. Hay que recordar que también fue Aragón, concretamente el gobierno de Luisa Fernanda Rudi, la que llevó el memorándum del Tajo-Segura al Constitucional. Ahora es el PP de Aragón, por otros intereses, el que vuelve a paralizar la modificación de la gestión del Tajo-Segura.

¿Y Castilla-La Mancha? Pueden poner ustedes el calificativo que mejor les venga: ausente, complaciente, entreguista… Y, mientras, el Tajo como está. Como decía el pasado viernes en esta columna, hay que empezar a trabajar y desde ya. No hay un segundo que perder para recuperar el Tajo. Esto no puede seguir así. Asómese usted al puente de San Martín en Toledo, o al Romano en Talavera. ¿Es esto un río del siglo XXI? ¿Nos merecemos los ciudadanos de Toledo y Talavera eso? ¿Es posible que Castilla-La Mancha vuelva a pintar algo en la defensa de sus intereses hidrológicos?
Share/Bookmark Leer más...

domingo, 7 de junio de 2015

Entre el Tiétar y Gredos: ésta es mi tierra

Este es el texto que preparé el pasado viernes para la conferencia inaugural de las VIII Jornadas por un Tajo, de la Red del Tajo/Tejo, celebradas en Candeleda. Sólo algunas historias.


Buenas tardes.
Muchas gracias por vuestra presencia.


Pocas veces una persona puede escribir, hablar de lo que quiere, de lo que le gusta, y hacerlo en el lugar especial donde ha vivido tantas cosas. Hoy yo lo puedo hacer. Me han pedido que no os hable de metros cúbicos por segundo, ni de hectómetros cúbicos, ni de caudales, ni de cuentas, de los números que todo lo reducen, que lo convierten en algo agarrable, mensurable, medible, manejable, sometible... vencible… como si la libertad, la belleza, la luz, la vida pudiesen resumirse en números, en una escala…

Espero no aburriros mucho, pero en todo caso, como hay confianza, podéis decírmelo y no pasa nada…

Quiero dar las gracias a la Plataforma contra la especulación urbanística de Candeleda, no sólo por esta oportunidad de expresarme, que es un honor…; y por el trabajo que ha hecho para dar cuerpo y espacio a estas ya VIII Jornadas por un Tajo Vivo. Sino también por su implicación en la defensa y denuncia de la situación de los problemas ambientales que afectan a Candeleda en particular. Agradezco su compromiso y valentía. Porque es signo de valentía en estos tiempos levantar la voz por lo que se cree. Que los ciudadanos se enfrenten al poder y a lo establecido, merece mi máximo respeto, y en una sociedad avanzada, culta y conocedora de sus derechos, serían elementos imprescindibles a proteger y cuidar.

Y, claro está, tengo que dar las gracias a Pilar. Pilar, la guerrera de Gredos como la llama Miguel Méndez, por su trabajo, superación e implicación. Nos conocimos cuando el intento de robar el agua de Candeleda para la urbanización que se quería hacer por encima del pueblo, que espero que ya esté durmiendo el sueño de todos esos proyectos megalómanos de hace una década que tanto paisaje se llevaron por delante, y que tantos bolsillos llenaron, y que tanta deuda nos han dejado en bancos que al final hemos rescatado entre todos con nuestro dinero.

Y daros las gracias a todos vosotros, compañeros de la Red del Tajo, que somos como ese ejército de guerrilleros que iban con el Empecinado y el Empecinadillo por las mesas y alcarrias, intentando dar golpes de mano a los franceses, ahora convertidos en la Confederación Hidrográfica del Tajo, en los regantes (los regansters) del trasvase Tajo Segura, el ministerio de agricultura y medio ambiente (es un decir), los gobiernos regionales… Todos afrancesados, vendidos al enemigo, que no es otro que la avaricia que acaba con nuestros ríos, la desidia que amilana a nuestros políticos y administradores, y el silencio y el dejar hacer cómplice de la población en general. Y, por supuesto, muchas gracias al pueblo de Candeleda, a sus gentes que hoy nos acogen de verdad, que nos acompañan.

Yo vengo de Talavera, que también es parte de esta tierra. Somos de raíces vettonas, aquel pueblo de ganaderos que vivía en estas sierras, en estos valles que se extienden hasta el Tajo. Pueblo de ganaderos y de guerreros.

Hoy os voy a contar sólo historias. Mis historias. No porque sean importantes, sino porque son mías y quiero compartirlas esta tarde con vosotros. Unas cuantas, no muchas, no os preocupéis…

Veréis, para mí hablar de Candeleda es como hablar de mí. Quizá al final de la charla, discurso o lo que sea esto, lo entenderéis. Desde hace mucho tiempo, finales de los años setenta, supe que Candeleda es mi tierra. No el pueblo, su casco urbano en concreto, sino toda su tierra. Para mí su tierra es lo que abarca la mirada desde el Tiétar en Monteagudo, no es algo físico, sino un territorio mental que he cruzado y sentido una y otra vez. Son las dehesas que suben desde Oropesa y la Corchuela. Son las cumbres del Circo que antes, recuerdo en los veranos de hace tres décadas– guardaban nieves que no se agotaban. Es el Tiétar. El Tiétar para mí es el río con mayúsculas. Es la vena aorta de mi conciencia, el pulso con el que siento las estaciones, y a donde vengo cuando tengo que pensar o decidir algo. Tengo muy clara la diferencia entre Arenas de San Pedro, Poyales o Madrigal. Sé que Candeleda es el punto exacto, el punto de fuerza, de energía o lo que sea. Pero que irradia y atrae. Al menos a mí.

Siempre he dicho que de mayor quiero vivir en Candeleda. Me hago mayor y no sé si lo conseguiré. Sí que tengo claro que no dejaré de venir y subir por los caminos y gargantas hasta que se me vayan las fuerzas.

Un hombre son sus recuerdos. Está hecho de ellos, son los ladrillos que conforman su fortaleza, la estructura que le sostiene, que le da forma frente a los demás. Me gusta el símil: el hombre se hace de ladrillos, de barro, de experiencia, que luego el tiempo va gastando, convirtiendo otra vez en arcilla que se disuelve en la tierra, que vuelve a ser lo primigenio. El año en que yo nací, en el invierno de 1969, el Tiétar saltó el puente de Monteagudo. Me lo contaron hace tiempo unos pescadores allí mismo, junto a la máquina. Mucho tiempo después, en el invierno de 1996 barrunté que podía estar ocurriendo lo mismo. Fue el último invierno de lluvias de verdad, después de una atroz sequía. Llovió tanto que se hicieron trampales en los caminos, y los arroyos se salían de madre una y otra vez. Quise venir a ver el Tiétar. La Guardia Civil no quiso dejarnos pasar con el coche desde el cruce de la carretera de Navalcán. Y vinimos andando, mi amigo Juanjo y yo. Con los regatos volteando las vallas de las fincas, cruzando la carretera, el Guadyerbas de lado a lado… Un espectáculo. Al llegar al Tiétar el agua daba contra la base de la carretera. La noche anterior había pasado por encima y aún lo intentaba. Me quedé allí, escuchando, sintiendo la fuerza del Tiétar, que no es una cuestión de caudal, sino de rotundidad, de vida, de algo no domesticado y libre. Jamás olvidaré aquellas horas que pasé sobre el puente. Luego he vuelto muchas veces, con agua o sin ella, con más o menos corriente. Pero sabiendo que el Tiétar es un río vivo. Si pasáis el puente un día de lluvia y crecida, y veis a un tipo mirando la corriente, seguro que seré yo…

He peleado siempre para que no se levante la presa de Monteagudo. Daría mi vida porque el Tiétar continuase siendo un río vivo. No exagero. Me conocéis y sabéis que es así. De pequeño me bañaba en los dos kioskos que se abrían verano. Y aguas arriba, entre las chorreras frente a la dehesa de La Solana donde subían los barbos y se tiraban a pescar los milanos negros y las garcetas subían y bajaban la corriente, entre bancos de mejillones de río, las náyades. Enfrente criaba el águila calzada, y una primavera crucé los jarales durante una tarde entera para llegar al nido. Cruzar un jaral de cuatro metros en una tarde del mes de junio, como la de hoy, no es poca cosa. Siempre he tenido claro que tuvieron que ser españoles, gente dada a batallar con los jarales, los que pudieran adentrase en los bosques y selvas ecuatoriales de América. Al final recuerdo salir destrozado junto a la orilla, bajo el fresno enorme que aún sigue allí, y mirarme y ver a cientos de garrapatas trepando por los brazos, las piernas, el cuerpo… Aquella tarde y el baño en el Tiétar, entre las ovas, no se me olvidarán nunca.

Como tampoco olvidaré jamás al Tiétar del verano de 2009. El río se secó, y su lecho se convirtió en una calzada empedrada de granito pulido y caparazones de mejillones. Recuerdo que subí hasta el Guadyerbas y sólo quedaban algunos charcos escasos donde se refugiaban galápagos y culebrillas de agua. Nada más. El Tiétar era como la piel de un dragón. Jamás imaginé verle así. Pero barrunto que no será la última vez, y viendo la fuerza de este verano y la sequía del último año, me temo que puede repetirse el episodio en un par de meses.

Contemplar el Tiétar seco, vacío de vida, te adelanta algo. A veces la vida pasa por momentos complicados, donde el agua se agota, donde el latido del río se detiene y la roca seca queda al aire. Al pasar la mano sientes siglos y milenios de agua fluyendo y trabajando y puliendo el granito, redondeando aristas y excavando pozas. Es algo vedado, secreto, que debe permanecer para siempre en su mundo de peces y profundidades, de corriente y agua. No es algo que deban contemplar los ojos, ni recorrer el sol o el viento, porque quizá hagan demasiado daño. Por suerte volverán los otoños y la lluvia, y el Tiétar volverá afluir. Y vendrán crecidas que sanarán la ribera y llenaran las profundidades de la piel del río.

He pescado carpas inmensas en la desembocadura del Arbillas, y me he bañado entre los barbos que te rozaban grandes y densos en el agua clara, frente al Moracho. Y he comido las fresas salvajes que crecía en los lindones de las fincas de regadío en Vadoconcejo. He bebido muchas tardes de la teja bajo el secadero en la junta del Albillas con el Tiétar. Recuerdo un día de junio que para un censo de aves en el Rosarito, junto con un compañero recorrí toda la orilla izquierda del Tiétar hasta la casa de El Moracho. Luego salimos por el camino de Valdecasillas. Volvimos al atardecer destrozaos, deshidratados, pero con los ojos y los sentidos llenos de uno de los pedazos de naturaleza más grandiosos de este país. Hace unos meses crucé junto con mi compañero Miguel Méndez las cuerdas de Bucher y el Coto de Valdecasillas hasta donde los mapas sitúan la Cruz del Canto Hincado, desde Migas Malas hasta caer en la raya de los Golines. La mejor mancha de monte del centro de la Península. En un alto, junto a la vieja casa del Espartero que ya se desmorona sin remisión, contemplé Gredos principiando la otoñada. Volaban águilas imperiales y pasaban grullas. Bañeras enormes de los jabalíes, trochas de los ciervos entre las madroñeras… Y Gredos, el malecón contra el que iba a dar el oleaje de millones de encinas, quejigos, alcornoques, melojos…

Una de las lecciones más importantes de mi vida me la dio Gredos. Subiendo la Garganta Santa María para luego trepar por el puerto de Candeleda. Era muy joven, mediados de los ochenta, y un amigo nos dejó a otro y a mí en Arenas, con la intención de venir andando durante la noche y luego, al día siguiente, subir hasta el puerto. No me preguntéis por qué no nos dejó directamente en Candeleda… pero si con diecisiete o dieciocho años no haces cosas inexplicables, al final puede que la vida, vista desde unos cuantos años más adelante, no tenga el sentido que debería tener.

El caso es que durante toda la noche estuvimos andando por la carretera hasta que llegamos a dormir un par de horas a la Fuente de la Canaleta. La noche, recuerdo, era radiante. Despejada. Millones de estrellas…lo normal. Pero en el cielo, de vez en cuando, se veían fogonazos de luz, como rayos lejanos… Pero el cielo no podía ser más transparente y vacío en la noche leve de junio. Temprano comenzamos a subir por el puerto de Candeleda. A medio camino, y antes de llegar a la puente del Puerto, sin que nos diéramos cuenta se montó la tormenta. Recuerdo el granizo, la tromba de agua, los relámpagos y truenos amplificados por el cuenco de la garganta. De repente un rayo cayó a nuestra espalda, entre los enebros. Vi la luz, blanca, zigzagueando alrededor, y el sonido acerado del silbido de esa luz. Fue durante unas centésimas de segundo, pero durará toda la vida. Allí podía haber muerto. El rayo jugó alrededor y luego se desvaneció en un trueno inmenso que se fue llevando poco a poco la tormenta. Aprendí que la vida se te puede ir en cualquier momento. Que no somos nada en la Naturaleza. Que un temblor suyo, una brisa, nos puede dejar fuera. Que ella es todo, imprescindible; y nosotros nada, totalmente (y quizá necesariamente) prescindibles.

El resto del día cruzamos andando también hasta la garganta de Chilla, y recuerdo al atardecer sentado junto al castro del Raso. Dormimos en la casa del guarda, y al día siguiente remontamos la garganta buscando los nidos del águila chivera... Pero esa es otra historia que habrá que contar otro día.

Las gargantas son el tesoro de esta tierra. Mi favorita es la garganta Blanca. La he subido hasta donde el agua desaparece bajo los bolos de granito, al pie de una de las últimas majadas, más allá del refugio de la Albarea, donde el circo se alza ya como una muralla, y al saliente van quedando las Hiruelas del puerto de Candeleda. He dormido allí, y en la garganta Lóbrega, más tendida, discreta y escondida. He bajado andando por las gargantas, saltando de roca en rocay he torturado a muchos coches por los caminos. Gredos es un lugar mágico. Al atardecer, cuando se levanta la brisa y el sol cae, crea una atmósfera dorada sobre los melojares. A mediodía el sol pule el esmeralda de las charcas, que como un rosario caen entre el granito y los enebros y robles.

A veces vengo a cualquier lugar perdido y me quedo las horas escuchando el agua de la garganta bajar. Este último verano me bañaba en la garganta Blanca cuando vi a una pequeña salamandra del Almanzor, y detrás de ella bajaba una culebrilla de agua. A mi espalda los acebos y alisos. Todo era perfecto.

Gredos es para sentirlo. Hay quien entiende la naturaleza como un escenario, algo que usar, comparar o traducir a números. Yo no. Tengo claro que la naturaleza es un lugar para crecer, y Gredos es el mejor lugar. Te da una enorme fuerza, pero tienes que sentirte parte del espacio, del paisaje, de la luz, del agua… Parte de un todo que no te pertenece, que te ayuda a ser, a entenderte, a buscar alguna explicación a lo que pasa allí abajo, a años luz de la paz y el silencio de aquí.

En Gredos, en las gargantas, viven saltamontes de todos los colores, puntos de luz brillante. Azules, rojos, amarillos, violetas que te saltan en un instante entre los pies. También habitan mariposas de cuatro alas que no he visto en otro sitio, libélulas de todos los colores, y lagartos que sestean al pie de los enebros. En Gredos, en las gargantas, viven martines pescadores, pero sobre todo mirlos acuáticos, raudos entre las rocas, con el babero blanco y el cuerpo negro. Me gustan sus nidos escondidos debajo de las pequeñas cascadas y chorreras. Me gusta la inmutabilidad de Gredos, saber que siempre estará allí. Quizá con más cicatrices por los caminos que se abren muchas veces sin sentido. Pero Gredos siempre estará allí, vigilando toda mi tierra, protegiéndola, el faro donde buscar el norte.

Es curioso. La vida muchas veces sólo se entiende mirando hacia atrás. Un día te paras en el camino, te sientas a la sombra de una encina, con el perro durmiendo al lado, miras hacia atrás…y empiezas a encontrar sentido a muchas cosas. Que hoy yo esté aquí no es casual. Tampoco que para escribir este texto haya viajado en el tiempo hacia momento, personas, lugares, olores, sensaciones que brillan de manera especial y que han quedado ahí, como hitos de un tiempo que se fue, que no volverá…quizá porque sea injusto robarle tiempo al futuro. Esos hitos de la vida, como los que marcan el puerto de Candeleda en las Hiruelas trepando hacia la fuente de Vaciazurrones, nos trazan un dibujo de lo que somos, es el hilo que nos sostiene y nos va diciendo, quizá, por dónde continúa al camino, aunque a veces las trochas se pierden, los helechares se comen los veneros, y todo cambia imperceptiblemente cada verano. Nunca somos el mismo, la poza estará allí, y con ella aquel verano, aquella ilusión, aquellos besos, aquella mujer nadando desnuda en las aguas frías y transparentes como una noche de junio… Siempre estarán allí, aunque nosotros seamos otro. Y lo veamos como el profesor Borj, en aquella película de Bergman, Fresas salvajes, la primavera del tiempo, o de la vida.

Espero que no os esté aburriendo demasiado… Voy terminando y dejo el sitio a Raúl…Ya queda poco…

Creo firmemente en el compromiso con mi tierra y con lo que quiero. A todos nos une esa voluntad de proteger lo que queremos: nuestros ríos, paisajes, bosques… Decía hace unos meses en una conferencia que impartí en Toledo, en la Real Fundación, que todos debemos ser conscientes de que el cambio depende de nuestra acción, de la acción de cada uno de nosotros. Debemos ser conscientes de que el cambio depende de nuestro impulso. Debemos sentir y proyectar la urgencia moral de no aceptar, no callar, no transigir, no esperar que otro haga nuestro trabajo. El cambio dependerá de nuestra acción. De su intensidad, de su convencimiento, de lo profundas que sean nuestras convicciones y de lo decisivo que sea nuestro compromiso.

Tenemos que coger a nuestros hijos, a nuestros nietos, a nuestros amantes… llevarlos a esos lugares que queremos y decirlos que eso es suyo. Y hablando del Tajo, el río que nos une hoy aquí y desde hace ya muchos años en media Península, decirles que debajo de toda esa capa de suciedad, de olvido, de abandono, de desprecio… habita un río. Que si somos capaces de levantar todo eso con la mente, con los sentidos, como si de una capa de Photoshop se tratase… el Tajo está ahí, sigue ahí. Las playas de la infancia, el agua tibia de julio. El azul refulgente donde se fundían las aguas turquesas, zarcas y calcáreas de las tierras lejanas del alto Tajo… con el verde profundo esmeralda del Guadarrama arrastrado por el Jarama, y que aún podemos contemplar en alguna fotografía en color antigua, en alguna película… Todo sigue ahí. Puede volver. Si queremos.

Y hay algo muy importante que debemos tener en cuenta: hemos de exigir la protección de la ley. Jamás tolerar que la ley nos discrimine y reduzca a ciudadanos de segunda categoría como ahora mismo ocurre.

Trabajamos por la justicia. Por lo que de verdad deben ser los cimientos de un país, de una democracia donde todos tenemos los mismos derechos, y el mismo trato por la ley.

Tenemos que ser ingenieros, técnicos… pero eso por sí solo no es suficiente; también y sobre todo debemos ser escritores, poetas, artistas…iluminados del Tajo y sus ríos. Escribir, hablar, pensar, creer, pintar, fotografiar, grabar, convencer… Y seguir. Seguir y no desfallecer. Despreciar la hipocresía. Escupirla a la cara y decir no: nosotros no somos iguales. Levantarnos una y otra vez. Nosotros creemos, tenemos fe, sabemos que las cosas pueden y deben hacerse de otra forma. Tenemos una misión y no pararemos hasta conseguirlo. Tenemos que ser capaces de sacar de nuestro interior la fuerza para enfrentarnos, para decir NO, para exigir respeto, para forzar el cambio. Tenemos la responsabilidad de dar voz a los que quieren, pero no pueden. Que no se nos olvide.

No sintáis vergüenza defendiendo el Tajo y sus ríos. Al defenderlos, al exigir recuperarlos, al enfrentaros con el statu quo, con el poder, con las cobardías, con las renuncias, con los políticos vendidos de todas las administraciones, con los indolentes, con los cínicos, con los que os dicen que para qué perdéis el tiempo, para qué os molestáis, para qué hacéis el ridículo…al encarar todo esto estáis demostrando que existe esperanza. Pero sobre todo que estáis vivos, que estamos vivos. Que la libertad existe. Que peleáis por ellas, porque no hay mayor símbolo de libertad y esperanza que defender, que luchar por lo que de verdad crees que es justo.

Esta noche, cuando vuelva a Talavera, me pararé en el puente de Monteagudo. La luna ya está de retirada, pero habrá aún buena luz. Las higueras locas del puente llenarán el aire con su olor a verano. El Tiétar bajará mínimo, quizá un reguero. Puede que se zambulla alguna nutria, o cruce un búho real. Todo estará ahí. En silencio. Como siempre, para siempre.
 

Muchas gracias
                                                                                        Candeleda, 5 junio 2015

Share/Bookmark Leer más...

viernes, 5 de junio de 2015

No hay tiempo que perder

La Tribuna de Toledo, 5 junio 2015

El próximo 30 de junio finaliza el plazo de alegaciones a la revisión de los nuevos planes de cuenca hidrológicos, también los ocho en los que Castilla-La Mancha tiene intereses, entre ellos por supuesto dos que revisten gran importancia para nosotros: el Júcar y el Tajo. Es decir: en poco más de tres semanas se cierra la información pública y el plazo de alegaciones a los documentos sobre los que se gestionarán los ríos hasta más allá del año 2021, documentos que son un mero copia y pega de los planes hidrológicos vigentes y que como ya he venido indicando aquí, son nefasto para los ríos y para los intereses de Castilla-La Mancha.

No doy vueltas, lo digo claro: el próximo gobierno de García-Page debe actuar con urgencia e inteligencia y alegar con contundencia e inmediatez a los planes que más nos afectan, incluso analizar la posibilidad jurídica de bloquearlos, especialmente el Tajo y el Júcar. Sí, ya sé que son cuatro días después de la teórica toma de posesión, pero las cosas no pueden continuar como están: la planificación hidrológica del gobierno de Rajoy y el colaboracionismo del aún gobierno de Castilla-La Mancha, han diseñado un escenario muy negativo, como, sin ir más lejos, se puede comprobar en Entrepeñas y Buendía, completamente desangrados por el Tajo-Segura; o el río sin caudal en Toledo y Talavera de la Reina.

El escenario que se plantea en materia hidrológica es muy complicado y estrangula a Castilla-La Mancha para décadas. En Bruselas en unos días intentaremos que las quejas ante la Comisión y el Parlamento Europeo sigan vivas, pese a la presión del PP; así como ahí están los recursos ante el Tribunal Supremo. Pero además es imprescindible crear en el nuevo gobierno regional una consejería específica en materia de agua, con recursos, control y herramientas suficientes para defender nuestros intereses, además de recuperar el tiempo perdido en esta materia, porque Castilla-La Mancha se ha convertido en una mera cantera de recursos para enriquecer a otras regiones, y aquí estamos a dos velas, con los ríos cada vez más secos y con un aparataje legislativo -memorandum, decreto Tajo-Segura- que cada vez enmaraña y complica la gestión de los ríos que discurren por nuestra región. No hay tiempo que perder. Ni un minuto.
Share/Bookmark Leer más...

lunes, 1 de junio de 2015

Los Molinos de Abajo

Este es un artículo antiguo, publicado en La Tribuna de Talavera el 29 de octubre de 2001. Las sábanas que escribía los domingos y se publicaban a toda página el lunes. No envejecen bien estos artículos, pero algo se puede rescatar de ellos. El sábado me di una vuelta por aquí, por la Morana, por lo que queda de ella. Aunque con los recuerdos pueda levantar lo que fue, ya físicamente no queda nada. Algunas veces busco fotografías antiguas fotografías aéreas de entonces, donde quede algo de lo que fue. Soy capaz de recrearlo todo, hoy como fue, igual que hice hace catorce años. Pero más que un tiempo que se ha ido, es un vacío que ha quedado. 



En aquellos días al río se llegaba por un camino polvoriento, sombreado por moreras y álamos gigantescos de sombra espesa y continua. En aquellos días el río quedaba lejos, en la distancia, allá donde el horizonte se plagaba de verdes, y antes de que las barrancas, blancas y altivas se levantaran como una muralla que cerraba el país inmenso donde vivían las tierras rojas, los montes verdes y dilatados. Allí, lejano, rumoroso, envuelto en la bruma de la presa de los Molinos, el Tajo bajaba ancho, espumoso, barrido por una patena brillante, verdosa, con olor a profundidades y a taray. 

Patrocinio, en aquellos años, era un pueblo de casas blancas, calles embarradas y alejado de Talavera por la distancia infinita del abandono. En los inviernos, charcos inmensos ocupaban las calles que, antes de convertirse en una manta de barro, las heladas transformaban en lagunas de hielo donde flotaban las nubes. Las chimeneas soltaban un humo rápido y ligero, y el anochecer temprano contemplaba el volver de los hombres montados en sus bicicletas. Cuando caída definitiva la noche, los últimos regresaban lentos, pesados, indolentes. Venían con monos azules, de Talavera, de alguna fábrica, de los talleres. Y la noche era silenciosa, acunada de grillos, con el vuelo raudo de la lechuza, la letanía lejana del cárabo o el mochuelo, y el paso puntual y oleado por el viento, del ferrocarril que iba cada noche a Lisboa, allí donde contaban los libros, daba el Tajo con mar.

Los veranos el calor azotaba con fuerza. Patrocinio entonces se encerraba tras las paredes encaladas y las ventanas cerradas al sol y a las miradas. Por aquel tiempo, junto a la entrada de la carretera de Talavera, frente al cementerio, los quincalleros y los húngaros montaban su campamento de colores, camionetas y críos correteando en todas direcciones. Morenos y renegridos de sol, campo y hambre, los críos correteaban por los andurriales, allí donde los centenarios troncos de los últimos olivos sucumbían bajo las excavadoras que dejaban sitio libre a las naves de bloque de hormigón y uralita.

El camino de la Morana pasaba junto a las tapias del cementerio. Allí los morales dejaban caer cada primavera una lluvia de frutos gruesos y negros, rojos y blancos, de la que la miríada de pájaros emboscada en los zarzales no tardaba en dar buena cuenta. El camino continuaba estrecho y envuelto por la sombra de álamos, enormes, negros, poseedores la serenidad de las alturas. En ellos se guardaba la oropéndola, amarilla y verde, recitaba su monólogo de distancias el cuco, y venía a colgar su nido de algodones y amentos el pájaro moscón. En las primaveras crecían los espárragos, verdes y tiesos, confundidos entre los troncos; en las primaveras emergía también el tallo del puerro, verde raudo, y en los otoños, como un milagro, del día a la noche aparecían sobre los troncos las setas abigarradas y pardas, arropadas por el amarillo moribundo con que el otoño barniza las hojas de la alameda.

El río se oía desde lejos. Primero era un rumor que apagaba el canto de los cientos de gorriones que pululaban entre los huertos y las granjas. Uno, entonces pensó que los ríos grandes, y el Tajo lo era, bajaban impulsados por el afán de llegar a un destino, a un mar que ocultaba lejanías bajo mantos de azul y olas. Hoy, uno piensa lo mismo, aunque sabe que un río navega la tierra como las ideas navegan al hombre, ligeras, posadas en lo profundo de la corriente, detenidas en los meandros de la razón, someras y antojadizas como la lluvia de abril. Al río, escribía, se le oía de lejos, con un rumor que crecía y que de lejos anunciaba el humor del Tajo, algunas veces desavenido y con estrépito de crecida, y otras entretenido y adormilado entre las ínsulas de tarays y garzas.

En los Molinos de Abajo funcionaba la central hidroeléctrica, y la vieja fábrica aún se mantenía en pie, así como la casa de la Morana, con su fachada blanca y su patio donde vivía la umbría fresca y crecía el laurel. Del recuerdo emerge la ribera tapizada de verdes y sombras, el viento lleno de pelusa de chopos, el canto del ruiseñor, del herrerillo, del carbonero, del jilguero, del pinche, del mito, de toda la sinfonía del bosque de las riberas. En el ribazo, por debajo de la vereda en que se transformaba el camino que seguía la orilla del río, surgían veneros de agua fría y clara que iban a dar, entre guijarros y grava pulida, con las aguas de un Tajo ya entonces quejumbroso y malherido. Subían los galápagos y bebían las gollorías, y, mientras, el río rugía y saltaba por encima del hormigón de la presa. La isla Grande era una inmensa selva de sauces, álamos, fresnos, tarays, enredaderas, zarzas, lianas trepadoras y toda la verdura que el Tajo era capaz de crear. Culminando los millones de verdes, surgían las copas altivas y anchas de dos pinos piñoneros, enigmáticos seres emigrados a esta tierra por algún designio misterioso. Cruzaban garzas grises y leonadas, cigüeñas y patos, y en las orillas los pescadores sacaban de lo profundo de las aguas verdosas y rápidas enormes barbos y delicadas bogas. Todavía se lanzaban los sedales largos y gruesos a lo más profundo de la corriente, con la esperanza de convencer a alguna de las últimas anguilas del Tajo; las presas levantadas corriente abajo hacía varios años que las impedían remontar la corriente, y las últimas se extinguían sin remisión en los pantanales inmensos de Alberche y las Herencias.

Río abajo se ensanchaba el bosque, el río corría rápido y silencioso y los remolinos torneaban la corriente y se la llevaban a las profundidades. A veces el río arrastraba troncos enormes, descuajados de algún lugar lejano y remoto, destinados a terminar su navegar varados en las encalmadas relucientes de arenas doradas. En ellos, sobre ellos, reposaba el andar de lugares, de paisajes, de sierras altivas y desconocidas, de aguas rápidas y limpias, de rincones de magia y martines pescadores raudos y azules. 

Algunos restos de tapias de adobe, gastadas por los inviernos, sobrevivían en las inmediaciones del pueblo, de Patrocinio. Eran restos malheridos, recuerdos moribundos de un tiempo definitivamente enterrado, como el puente del Bárrago, olvidado entre montones de estiércol al pie del cordel.

Un invierno de crecidas el Tajo volteó el ribazo y dejó al descubierto un panel de cerámica. Limpios de tierra, de barros y de siglos, al sol refulgían las figuras del XVI, vivas, de trazo ágil y olvido certero. Al escribir, el recuerdo rescata la imagen; imagen de colores antiguos, azules tan profundos y brillantes como debieron ser las aguas del Tajo; colores aviejados por el tiempo, pero rutilantes y deseosos de brillar bajo la luz tamizada por los chopos tras siglos de oscuridad.

Hoy no existen los álamos que sombreaban el camino de la Morana, ni los bosques de ribera del Tajo junto a los viejos molinos; no mana el agua limpia y fresca de los veneros, que en su lugar vierte un colector de aguas residuales. Los bosques inmensos e impenetrables de la isla Grande desaparecieron bajo un monocultivo de chopos, y una gravera hurga en las entrañas del río con todo descaro, sin que ningún responsable público se sonroje ni ponga coto a tanto desmán. El Tajo, con la puñalada del trasvase y el descontrol de los vertidos, ya no es lo que era en aquellos años. Pero en sus aguas, azules y verdosas, gastadas y resignadas, agradecidas y profundas, reside aún el color de los bosques traicionados, el canto desterrado de la oropéndola, vive el reflejo inquieto del pescador de trasmallo, del barquero. La última vez que fui a los Molinos, con las crecidas del pasado invierno, me quedé un buen rato escuchando el rumor de río grande del Tajo, allí donde la basura y los escombros usurpan el antiguo solar de las alamedas. Sobre la corriente navegaban, rumbo a su destierro, los recuerdos de un tiempo antiguo.
Share/Bookmark Leer más...