
Las olas negras avanzan por las cuerdas, caen en los valles, se abren en los claros donde las casas sobreviven con sus muros blancos y algún cerezo o castaño asustado. El oleaje petrificado define el instante preciso en que todo ardió. La tierra es negra y gris, la pisas y cae por la pendiente vertiginosa. Todo es denso y uniforme, pero a la vez se disgrega con la mirada, se hace ceniza y viento. Los castaños han vuelto a brotar de raíz. Bajo los troncos quemados y muertos han vuelto a brotar los sauces, con fuerza. El verde de los helechos ha prendido y las zarzas vuelven como diminutos racimos verdes. Millones de piñones y de samaras se agolpan en las cunetas, en las vaguadas. Esta primavera volverán.
Aún no ha llovido y el verde ya quiere salir. Los pinos como lanzas detenidas en un momento preciso. Los pueblos –Arenas, Mombeltrán, El Arenal– muy abajo, entre la bruma. Y todo renaciendo, volviendo. El paisaje es eterno, los pinos y los robles, los olivares y los castaños. Todo está aquí. El fuego no ha podido ni podrá con Gredos. Toda la rotundidad sigue aquí, en el granito que aflora entre las cenizas. La esencia sigue, el bosque volverá. El paisaje continúa siendo de verdad, más radical y absoluto entre los agujeros negros donde se concentra la oscuridad a la que vencerá el invierno. Tarde de otoño en Gredos, las nubes se quedan dormidas en los Galayos y las gargantas bajan delgadas, mínimas, aún transparentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario