La energía es un negocio. Las centrales nucleares lo son. Ahí tenemos las aberraciones de andar por casa: los dos reactores de Almaraz, que ni siquiera deberían haber entrado en funcionamiento; o el de Trillo, enfriado por un Tajo que es un hilo tan insignificante de agua que obligó a cambiar completamente el sistema de refrigeración. ¿A qué estamos jugando? La energía (nuclear, solar, eólica, hidroeléctrica) es un negocio, y como tal se produce, maximizando beneficios, y trampeando el resto, llámese seguridad, racionalidad o sentido común. Si dejamos la vida en manos de un negocio, sólo somos un elemento más de la ecuación. Luego no reclamemos. Ahora, por ejemplo, Madrid comienza a beber agua del tajo que ha pasado junto al reactor de Trillo, y al lado de la central en desmantelamiento de Zorita. No hay riesgo. ¿Quién lo garantiza?
El hombre no es infalible, y por tanto debe calibrar las consecuencias de sus actos. El problema surge cuando delegamos esa responsabilidad. Hay gente que no quiere subir a un avión. Yo no quiero vivir en un mundo con centrales nucleares. La vulnerabilidad es demasiado alta, casi tanto como la codicia. Lo que está en entredicho es el modelo de sociedad, el crecimiento entendido como carrera para terminar cuanto antes a bocados con el mundo. Las fronteras que nos van quedando por conquistar son las de nuestra propia lucidez como especie, y hasta que nocaigamos en ello, seguiremos tropezando en la misma piedra.
El desastre de Japón trae muchas enseñanzas: la entereza de sus ciudadanos, la codicia maximizada en una zona donde era cuestión de tiempo el desastre, la movilización de un mundo que cada vez se hace más pequeño. Quizá esta vez aprendamos algo.
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