La Tribuna de Talavera 28 noviembre 2008
Hoy he venido a quedarme un rato sobre el puente del Cardenal. En la junta del Tajo y el Tiétar se levanta la puente desde mediados del XV. A veces vive bajo las aguas represadas de Alcántara; otras veces muestra su osamenta de piedra y siglos a quien quiera acercarse a conversar con él. Alcántara está muy bajo, se ve que Ibredrola ha convertido con avaricia las aguas del Tajo en kilovatios. Un corte de 25 metros en vertical deja a la vista los esqueletos de encinas y álamos, un pizarral inmenso donde la vida se fue hace mucho tiempo. Es imposible bajar hasta el Tajo, tocarlo. El viento empuja con fuerza, un viento seco solano encajado en el valle profundo, un viento que seca la cara y limpia las ideas. Arriba los buitres leonados pasan con monotonía, es su país, el país de los buitres, el país de los ríos muertos. El agua ha tumbado los pretiles del puente. Los de sotavento están ya en lo profundo del Tajo, como una reliquia guardada por barbos y cieno.
Antes, en los tiempos antiguos, cuando no había presas y el Tajo y el Tiétar se juntaban en los inviernos de crecidas, el agua también saltaba el puente. Es difícil imaginarlo. En el XIX aligeraron los tímpanos con cuatro ojos de buey para que el agua fluyera. Hoy están libres, limpios, por ellos sólo pasa el viento. Sobre el arco central, el mismo que volaron en la Guerra de Independencia, intento imaginar cómo fue el Tajo, cómo fue la junta del Tiétar, cómo serían las crecidas de siglos atrás, los caminos de golfines y trashumantes, la vida que han sentido las cuarcitas y los alcornoques de la umbría de la sierra de las Corchuelas. La vida que fue y que ya no será jamás. No hay pretiles, no hay defensas, no hay nada, el viento y el vértigo me empujan hacia el Tajo profundo, negro, rizado de espumas de viento. Una golloria aletea sobre las piedras. Me acerco. Unas letras grabadas sobre un sillar, antiguas gastadas, imposibles de descifrar. Territorio desolado en el país de los ríos muertos. Sólo pasan los buitres, guardando la osamenta del Tajo. Y, algunas veces, si aciertas a cogerlo, acude el olor de un recuerdo antiguo, de un tiempo que fue y del que ya sólo quedan las piedras maltratadas y volteadas del puente del Cardenal.
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Hoy he venido a quedarme un rato sobre el puente del Cardenal. En la junta del Tajo y el Tiétar se levanta la puente desde mediados del XV. A veces vive bajo las aguas represadas de Alcántara; otras veces muestra su osamenta de piedra y siglos a quien quiera acercarse a conversar con él. Alcántara está muy bajo, se ve que Ibredrola ha convertido con avaricia las aguas del Tajo en kilovatios. Un corte de 25 metros en vertical deja a la vista los esqueletos de encinas y álamos, un pizarral inmenso donde la vida se fue hace mucho tiempo. Es imposible bajar hasta el Tajo, tocarlo. El viento empuja con fuerza, un viento seco solano encajado en el valle profundo, un viento que seca la cara y limpia las ideas. Arriba los buitres leonados pasan con monotonía, es su país, el país de los buitres, el país de los ríos muertos. El agua ha tumbado los pretiles del puente. Los de sotavento están ya en lo profundo del Tajo, como una reliquia guardada por barbos y cieno.
Antes, en los tiempos antiguos, cuando no había presas y el Tajo y el Tiétar se juntaban en los inviernos de crecidas, el agua también saltaba el puente. Es difícil imaginarlo. En el XIX aligeraron los tímpanos con cuatro ojos de buey para que el agua fluyera. Hoy están libres, limpios, por ellos sólo pasa el viento. Sobre el arco central, el mismo que volaron en la Guerra de Independencia, intento imaginar cómo fue el Tajo, cómo fue la junta del Tiétar, cómo serían las crecidas de siglos atrás, los caminos de golfines y trashumantes, la vida que han sentido las cuarcitas y los alcornoques de la umbría de la sierra de las Corchuelas. La vida que fue y que ya no será jamás. No hay pretiles, no hay defensas, no hay nada, el viento y el vértigo me empujan hacia el Tajo profundo, negro, rizado de espumas de viento. Una golloria aletea sobre las piedras. Me acerco. Unas letras grabadas sobre un sillar, antiguas gastadas, imposibles de descifrar. Territorio desolado en el país de los ríos muertos. Sólo pasan los buitres, guardando la osamenta del Tajo. Y, algunas veces, si aciertas a cogerlo, acude el olor de un recuerdo antiguo, de un tiempo que fue y del que ya sólo quedan las piedras maltratadas y volteadas del puente del Cardenal.