Viento. La chapa arrancada de la cercha golpea y golpea. Chapa doblada, negra, gastada. Vencida. Arriba, más allá de los desguaces, las nubes corren y corren. Pedazos de blanco, de gris. Luego manchones de azul. A veces sol que entra y saca brillos de oro al polvo sucio y gris que tiene tomado todo como un mal amor. Las máquinas quietas, oxidadas, cansadas. Observo la arquitectura antigua, metálica y cálida. Los vidrios altos tomados por cataratas y aguamarinas. Recuerdo antiguo del arte de las estructuras Warren, Pratt, Howen, Polenceau…, los cálculos en Maestría sobre papel finlandés, los vectores, las descargas, el equilibrio, la elegante anulación de las fuerzas.
Algunos obreros aún esperan. Sólo esperan. Nada se mueve. Sólo el viento, la chapa que golpea, los mirlos emboscados que trepan su aire fino y metálico y huyen por los tragaluces y por las chimeneas de ventilación. Un gato pasa. No queda mucho, sólo el silencio que va llenando el espacio. A veces, con los rayos de sol, entre el polvo fino de oro que sube, pasan sombras de otros tiempos, del bullicio, del andar, de la prisa, del sin fin de la factoría. Toco las máquinas. Frías. Ya no hay sirenas, ni horarios, ni el frío se cuela por las puertas en las madrugadas de invierno, ni el sol de verano derrite la fundición, ni los camiones cargan y descargan. Las chimeneas inmensas no respiran ya. Todo es de ayer, de ese ayer lejano que se lee en la cara de los últimos obreros. Los últimos.
Los gigantes esperan, atalayan la distancia en su paisaje artificial, inmensos, guardianes del tiempo. Esperan. Vencejos altos, viento que avanza y seca hasta el alma, que se cuela por cada resquicio de la mente. Observo por última vez los perfiles, las cañas de U, los IPN, toco las soldaduras de las pletinas. Perfectos los últimos destellos de minio refulgiendo a la luz.
Salgo. Polvo en los ojos. Luz. Y respiro. Y me quedo un rato contemplando a los abejarucos, posados sobre su viento, irreales de brillo y resplandor.
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