La Tribuna de Toledo, 9 enero 2015
Año nuevo, vida vieja. La vida, se quiera o no, no puede girar en dos días cuarenta y cinco grados, o ciento ochenta. La vida es como esos barcos pesados, portaaviones, cargueros y trasatlánticos que necesitan millas y millas para variar el rumbo, y que, a su pesar, no pueden parar en cien metros, y llevarse por delante esos pequeños barcos veleros, confiados y dormidos. En estos últimos días he leído dos libros. Uno, Butcher's Crossing, novela del Oeste, de los sesenta, de John Williams, sobre el vacío de las llanuras de Kansas, de la raya de Colorado ya hollada por el primer ferrocarril, y la caza de las últimas manadas de bisontes. Y, por encima de todo, sobre del vacío de los cazadores. El otro, Quince días en el desierto americano, de Alexis de Tocqueville, diario de explorador de la primera mitad del XIX en la península de Michigan, la entonces frontera con los indios y la nada, «el bosque infinito hasta el Pacífico y el Polo». Tocqueville recorre el desierto, la selva hasta Saginaw, cuatro casas aún sin iglesia ni cementerio a orillas del lago Hurón. Tocqueville siente que camina, pero no avanza, no se mueve: el bosque siempre igual, infinito. Will Andrews el protagonista de Butcher's Crossing, siente lo mismo cruzando las llanuras también infinitas de la senda de Smoky Hill. Caminan, pero no avanzan. Todo es igual, el paisaje, la tierra, el silencio…
Los bisontes viven en manada. Giran y pastan. Los cazadores van matando uno a uno los miles de componentes de la manada, pero los supervivientes no huyen, ni se asustan. Lo asumen. Van girando entre los cuerpos de sus congéneres, despellejados y putrefactos, y comen la hierba salpicada de sangre. No parece importarles demasiado. O nada. Hasta que una bala los tumba. Así hasta el último. Tocqueville se lamentaba que lo que él observaba estaba condenado a desaparecer: los bosques bajo el hacha, los ríos límpidos serían tomados y usados por el hombre, el indio desaparecería… La “civilización” avanzaba, no pedía permiso. Lo sabía, disfrutaba lo que veía y lamentaba lo que vendría.
Una vez tomadas las fronteras del territorio, quedan las fronteras de las ideas y la civilización. Empezando el año, el atentado de París encuentra a Europa descolocada y en llamas, creyendo que avanza, pero ahora es el paisaje quien se mueve. Europa está paralizada, como los bisontes en el valle perdido del territorio de Colorado. La Europa de las ideas, de la libertad, de la filosofía, de las personas, de la luz y de los descubrimientos… ya no existe, como el Michigan de Tocqueville, ahora arrasado, parcelado y cuadriculado desde los paisajes del Google Earth; o el Kansas de las llanuras infinitas, tomado de campos circulares de maíz y casas de madera de las que se llevan sin sentir los tornados.
Europa debe despertar. La Europa de la luz. Mientras, seguimos con la filosofía del bisonte, girando y girando, hasta que nos toque nuestra bala, o nos embista definitivamente uno de esos barcos pesados, cargados de contenedores, que no entienden de la fragilidad de una idea, de un principio, de la libertad infinita de cada ser humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario