Este es el texto que preparé el pasado viernes para la conferencia inaugural de las VIII Jornadas por un Tajo, de la Red del Tajo/Tejo, celebradas en Candeleda. Sólo algunas historias.
Buenas tardes.
Buenas tardes.
Muchas gracias por vuestra
presencia.
Pocas veces una persona
puede escribir, hablar de lo que quiere, de lo que le gusta, y hacerlo en el
lugar especial donde ha vivido tantas cosas. Hoy yo lo puedo hacer. Me han
pedido que no os hable de metros cúbicos por segundo, ni de hectómetros
cúbicos, ni de caudales, ni de cuentas, de los números que todo lo reducen, que
lo convierten en algo agarrable, mensurable, medible, manejable, sometible... vencible…
como si la libertad, la belleza, la luz, la vida pudiesen resumirse en números,
en una escala…
Espero no aburriros mucho,
pero en todo caso, como hay confianza, podéis decírmelo y no pasa nada…
Quiero dar las gracias a la Plataforma
contra la especulación urbanística de Candeleda, no sólo por esta oportunidad
de expresarme, que es un honor…; y por el trabajo que ha hecho para dar cuerpo
y espacio a estas ya VIII Jornadas por un Tajo Vivo. Sino también por su
implicación en la defensa y denuncia de la situación de los problemas
ambientales que afectan a Candeleda en particular. Agradezco su compromiso y
valentía. Porque es signo de valentía en estos tiempos levantar la voz por lo
que se cree. Que los ciudadanos se enfrenten al poder y a lo establecido,
merece mi máximo respeto, y en una sociedad avanzada, culta y conocedora de sus
derechos, serían elementos imprescindibles a proteger y cuidar.
Y, claro está, tengo que dar
las gracias a Pilar. Pilar, la guerrera de Gredos como la llama Miguel Méndez, por
su trabajo, superación e implicación. Nos conocimos cuando el intento de robar
el agua de Candeleda para la urbanización que se quería hacer por encima del
pueblo, que espero que ya esté durmiendo el sueño de todos esos proyectos
megalómanos de hace una década que tanto paisaje se llevaron por delante, y que
tantos bolsillos llenaron, y que tanta deuda nos han dejado en bancos que al
final hemos rescatado entre todos con nuestro dinero.
Y daros las gracias a todos
vosotros, compañeros de la Red del Tajo, que somos como ese ejército de
guerrilleros que iban con el Empecinado y el Empecinadillo por las mesas y
alcarrias, intentando dar golpes de mano a los franceses, ahora convertidos en la
Confederación Hidrográfica del Tajo, en los regantes (los regansters) del trasvase Tajo Segura, el ministerio de agricultura
y medio ambiente (es un decir), los gobiernos regionales… Todos afrancesados, vendidos
al enemigo, que no es otro que la avaricia que acaba con nuestros ríos, la
desidia que amilana a nuestros políticos y administradores, y el silencio y el
dejar hacer cómplice de la población en general. Y, por supuesto, muchas
gracias al pueblo de Candeleda, a sus gentes que hoy nos acogen de verdad, que
nos acompañan.
Yo vengo de Talavera, que
también es parte de esta tierra. Somos de raíces vettonas, aquel pueblo de
ganaderos que vivía en estas sierras, en estos valles que se extienden hasta el
Tajo. Pueblo de ganaderos y de guerreros.
Hoy os voy a contar sólo
historias. Mis historias. No porque sean importantes, sino porque son mías y
quiero compartirlas esta tarde con vosotros. Unas cuantas, no muchas, no os
preocupéis…
Veréis, para mí hablar de
Candeleda es como hablar de mí. Quizá al final de la charla, discurso o lo que
sea esto, lo entenderéis. Desde hace mucho tiempo, finales de los años setenta,
supe que Candeleda es mi tierra. No el pueblo, su casco urbano en concreto,
sino toda su tierra. Para mí su tierra es lo que abarca la mirada desde el
Tiétar en Monteagudo, no es algo físico, sino un territorio mental que he
cruzado y sentido una y otra vez. Son las dehesas que suben desde Oropesa y la
Corchuela. Son las cumbres del Circo que antes, recuerdo –en los
veranos de hace tres décadas– guardaban nieves que no se agotaban. Es el
Tiétar. El Tiétar para mí es el río con mayúsculas. Es la vena aorta de mi
conciencia, el pulso con el que siento las estaciones, y a donde vengo cuando
tengo que pensar o decidir algo. Tengo muy clara la diferencia entre Arenas de
San Pedro, Poyales o Madrigal. Sé que Candeleda es el punto exacto, el punto de
fuerza, de energía o lo que sea. Pero que irradia y atrae. Al menos a mí.
Siempre he dicho que de
mayor quiero vivir en Candeleda. Me hago mayor y no sé si lo conseguiré. Sí que
tengo claro que no dejaré de venir y subir por los caminos y gargantas hasta
que se me vayan las fuerzas.
Un hombre son sus recuerdos.
Está hecho de ellos, son los ladrillos que conforman su fortaleza, la
estructura que le sostiene, que le da forma frente a los demás. Me gusta el
símil: el hombre se hace de ladrillos, de barro, de experiencia, que luego el
tiempo va gastando, convirtiendo otra vez en arcilla que se disuelve en la
tierra, que vuelve a ser lo primigenio. El año en que yo nací, en el invierno
de 1969, el Tiétar saltó el puente de Monteagudo. Me lo contaron hace tiempo
unos pescadores allí mismo, junto a la máquina. Mucho tiempo después, en el
invierno de 1996 barrunté que podía estar ocurriendo lo mismo. Fue el último
invierno de lluvias de verdad, después de una atroz sequía. Llovió tanto que se
hicieron trampales en los caminos, y los arroyos se salían de madre una y otra
vez. Quise venir a ver el Tiétar. La Guardia Civil no quiso dejarnos pasar con
el coche desde el cruce de la carretera de Navalcán. Y vinimos andando, mi
amigo Juanjo y yo. Con los regatos volteando las vallas de las fincas, cruzando
la carretera, el Guadyerbas de lado a lado… Un espectáculo. Al llegar al Tiétar
el agua daba contra la base de la carretera. La noche anterior había pasado por
encima y aún lo intentaba. Me quedé allí, escuchando, sintiendo la fuerza del
Tiétar, que no es una cuestión de caudal, sino de rotundidad, de vida, de algo
no domesticado y libre. Jamás olvidaré aquellas horas que pasé sobre el puente.
Luego he vuelto muchas veces, con agua o sin ella, con más o menos corriente.
Pero sabiendo que el Tiétar es un río vivo. Si pasáis el puente un día de
lluvia y crecida, y veis a un tipo mirando la corriente, seguro que seré yo…
He peleado siempre para que
no se levante la presa de Monteagudo. Daría mi vida porque el Tiétar continuase
siendo un río vivo. No exagero. Me conocéis y sabéis que es así. De pequeño me
bañaba en los dos kioskos que se abrían verano. Y aguas arriba, entre las
chorreras frente a la dehesa de La Solana donde subían los barbos y se tiraban
a pescar los milanos negros y las garcetas subían y bajaban la corriente, entre
bancos de mejillones de río, las náyades. Enfrente criaba el águila calzada, y
una primavera crucé los jarales durante una tarde entera para llegar al nido. Cruzar
un jaral de cuatro metros en una tarde del mes de junio, como la de hoy, no es
poca cosa. Siempre he tenido claro que tuvieron que ser españoles, gente dada a
batallar con los jarales, los que pudieran adentrase en los bosques y selvas
ecuatoriales de América. Al final recuerdo salir destrozado junto a la orilla,
bajo el fresno enorme que aún sigue allí, y mirarme y ver a cientos de
garrapatas trepando por los brazos, las piernas, el cuerpo… Aquella tarde y el
baño en el Tiétar, entre las ovas, no se me olvidarán nunca.
Como tampoco olvidaré jamás
al Tiétar del verano de 2009. El río se secó, y su lecho se convirtió en una
calzada empedrada de granito pulido y caparazones de mejillones. Recuerdo que
subí hasta el Guadyerbas y sólo quedaban algunos charcos escasos donde se
refugiaban galápagos y culebrillas de agua. Nada más. El Tiétar era como la
piel de un dragón. Jamás imaginé verle así. Pero barrunto que no será la última
vez, y viendo la fuerza de este verano y la sequía del último año, me temo que
puede repetirse el episodio en un par de meses.
Contemplar el Tiétar seco, vacío
de vida, te adelanta algo. A veces la vida pasa por momentos complicados, donde
el agua se agota, donde el latido del río se detiene y la roca seca queda al aire.
Al pasar la mano sientes siglos y milenios de agua fluyendo y trabajando y puliendo
el granito, redondeando aristas y excavando pozas. Es algo vedado, secreto, que
debe permanecer para siempre en su mundo de peces y profundidades, de corriente
y agua. No es algo que deban contemplar los ojos, ni recorrer el sol o el viento,
porque quizá hagan demasiado daño. Por suerte volverán los otoños y la lluvia, y
el Tiétar volverá afluir. Y vendrán crecidas que sanarán la ribera y llenaran las
profundidades de la piel del río.
He pescado carpas inmensas
en la desembocadura del Arbillas, y me he bañado entre los barbos que te rozaban
grandes y densos en el agua clara, frente al Moracho. Y he comido las fresas
salvajes que crecía en los lindones de las fincas de regadío en Vadoconcejo. He
bebido muchas tardes de la teja bajo el secadero en la junta del Albillas con
el Tiétar. Recuerdo un día de junio que para un censo de aves en el Rosarito,
junto con un compañero recorrí toda la orilla izquierda del Tiétar hasta la casa
de El Moracho. Luego salimos por el camino de Valdecasillas. Volvimos al
atardecer destrozaos, deshidratados, pero con los ojos y los sentidos llenos de
uno de los pedazos de naturaleza más grandiosos de este país. Hace unos meses crucé
junto con mi compañero Miguel Méndez las cuerdas de Bucher y el Coto de Valdecasillas
hasta donde los mapas sitúan la Cruz del Canto Hincado, desde Migas Malas hasta
caer en la raya de los Golines. La mejor mancha de monte del centro de la
Península. En un alto, junto a la vieja casa del Espartero que ya se desmorona
sin remisión, contemplé Gredos principiando la otoñada. Volaban águilas
imperiales y pasaban grullas. Bañeras enormes de los jabalíes, trochas de los
ciervos entre las madroñeras… Y Gredos, el malecón contra el que iba a dar el
oleaje de millones de encinas, quejigos, alcornoques, melojos…
Una de las lecciones más
importantes de mi vida me la dio Gredos. Subiendo la Garganta Santa María para
luego trepar por el puerto de Candeleda. Era muy joven, mediados de los ochenta,
y un amigo nos dejó a otro y a mí en Arenas, con la intención de venir andando
durante la noche y luego, al día siguiente, subir hasta el puerto. No me
preguntéis por qué no nos dejó directamente en Candeleda… pero si con
diecisiete o dieciocho años no haces cosas inexplicables, al final puede que la
vida, vista desde unos cuantos años más adelante, no tenga el sentido que
debería tener.
El caso es que durante toda
la noche estuvimos andando por la carretera hasta que llegamos a dormir un par
de horas a la Fuente de la Canaleta. La noche, recuerdo, era radiante.
Despejada. Millones de estrellas…lo normal. Pero en el cielo, de vez en cuando,
se veían fogonazos de luz, como rayos lejanos… Pero el cielo no podía ser más
transparente y vacío en la noche leve de junio. Temprano comenzamos a subir por
el puerto de Candeleda. A medio camino, y antes de llegar a la puente del Puerto,
sin que nos diéramos cuenta se montó la tormenta. Recuerdo el granizo, la
tromba de agua, los relámpagos y truenos amplificados por el cuenco de la
garganta. De repente un rayo cayó a nuestra espalda, entre los enebros. Vi la
luz, blanca, zigzagueando alrededor, y el sonido acerado del silbido de esa luz.
Fue durante unas centésimas de segundo, pero durará toda la vida. Allí podía
haber muerto. El rayo jugó alrededor y luego se desvaneció en un trueno inmenso
que se fue llevando poco a poco la tormenta. Aprendí que la vida se te puede ir
en cualquier momento. Que no somos nada en la Naturaleza. Que un temblor suyo,
una brisa, nos puede dejar fuera. Que ella es todo, imprescindible; y nosotros
nada, totalmente (y quizá necesariamente) prescindibles.
El resto del día cruzamos
andando también hasta la garganta de Chilla, y recuerdo al atardecer sentado
junto al castro del Raso. Dormimos en la casa del guarda, y al día siguiente
remontamos la garganta buscando los nidos del águila chivera... Pero esa es
otra historia que habrá que contar otro día.
Las gargantas son el tesoro
de esta tierra. Mi favorita es la garganta Blanca. La he subido hasta donde el
agua desaparece bajo los bolos de granito, al pie de una de las últimas
majadas, más allá del refugio de la Albarea, donde el circo se alza ya como una
muralla, y al saliente van quedando las Hiruelas del puerto de Candeleda. He dormido
allí, y en la garganta Lóbrega, más tendida, discreta y escondida. He bajado
andando por las gargantas, saltando de roca en rocay he torturado a muchos coches
por los caminos. Gredos es un lugar mágico. Al atardecer, cuando se levanta la
brisa y el sol cae, crea una atmósfera dorada sobre los melojares. A mediodía
el sol pule el esmeralda de las charcas, que como un rosario caen entre el
granito y los enebros y robles.
A veces vengo a cualquier
lugar perdido y me quedo las horas escuchando el agua de la garganta bajar.
Este último verano me bañaba en la garganta Blanca cuando vi a una pequeña
salamandra del Almanzor, y detrás de ella bajaba una culebrilla de agua. A mi
espalda los acebos y alisos. Todo era perfecto.
Gredos es para sentirlo. Hay
quien entiende la naturaleza como un escenario, algo que usar, comparar o
traducir a números. Yo no. Tengo claro que la naturaleza es un lugar para
crecer, y Gredos es el mejor lugar. Te da una enorme fuerza, pero tienes que
sentirte parte del espacio, del paisaje, de la luz, del agua… Parte de un todo
que no te pertenece, que te ayuda a ser, a entenderte, a buscar alguna
explicación a lo que pasa allí abajo, a años luz de la paz y el silencio de
aquí.
En Gredos, en las gargantas,
viven saltamontes de todos los colores, puntos de luz brillante. Azules, rojos,
amarillos, violetas que te saltan en un instante entre los pies. También habitan
mariposas de cuatro alas que no he visto en otro sitio, libélulas de todos los
colores, y lagartos que sestean al pie de los enebros. En Gredos, en las
gargantas, viven martines pescadores, pero sobre todo mirlos acuáticos, raudos
entre las rocas, con el babero blanco y el cuerpo negro. Me gustan sus nidos
escondidos debajo de las pequeñas cascadas y chorreras. Me gusta la
inmutabilidad de Gredos, saber que siempre estará allí. Quizá con más
cicatrices por los caminos que se abren muchas veces sin sentido. Pero Gredos
siempre estará allí, vigilando toda mi tierra, protegiéndola, el faro donde
buscar el norte.
Es curioso. La vida muchas
veces sólo se entiende mirando hacia atrás. Un día te paras en el camino, te
sientas a la sombra de una encina, con el perro durmiendo al lado, miras hacia
atrás…y empiezas a encontrar sentido a muchas cosas. Que hoy yo esté aquí no es
casual. Tampoco que para escribir este texto haya viajado en el tiempo hacia
momento, personas, lugares, olores, sensaciones que brillan de manera especial
y que han quedado ahí, como hitos de un tiempo que se fue, que no volverá…quizá
porque sea injusto robarle tiempo al futuro. Esos hitos de la vida, como los
que marcan el puerto de Candeleda en las Hiruelas trepando hacia la fuente de
Vaciazurrones, nos trazan un dibujo de lo que somos, es el hilo que nos sostiene
y nos va diciendo, quizá, por dónde continúa al camino, aunque a veces las
trochas se pierden, los helechares se comen los veneros, y todo cambia
imperceptiblemente cada verano. Nunca somos el mismo, la poza estará allí, y
con ella aquel verano, aquella ilusión, aquellos besos, aquella mujer nadando
desnuda en las aguas frías y transparentes como una noche de junio… Siempre
estarán allí, aunque nosotros seamos otro. Y lo veamos como el profesor Borj,
en aquella película de Bergman, Fresas salvajes, la primavera del tiempo, o de
la vida.
Espero que no os esté
aburriendo demasiado… Voy terminando y dejo el sitio a Raúl…Ya queda poco…
Creo firmemente en el
compromiso con mi tierra y con lo que quiero. A todos nos une esa voluntad de
proteger lo que queremos: nuestros ríos, paisajes, bosques… Decía hace unos
meses en una conferencia que impartí en Toledo, en la Real Fundación, que todos
debemos ser conscientes de que el cambio depende de nuestra acción, de la acción
de cada uno de nosotros. Debemos ser conscientes de que el cambio depende de
nuestro impulso. Debemos sentir y proyectar la urgencia moral de no aceptar, no
callar, no transigir, no esperar que otro haga nuestro trabajo. El cambio
dependerá de nuestra acción. De su intensidad, de su convencimiento, de lo
profundas que sean nuestras convicciones y de lo decisivo que sea nuestro
compromiso.
Tenemos que coger a nuestros hijos, a
nuestros nietos, a nuestros amantes… llevarlos a esos lugares que queremos y
decirlos que eso es suyo. Y hablando del Tajo, el río que nos une hoy aquí y
desde hace ya muchos años en media Península, decirles que debajo de toda esa
capa de suciedad, de olvido, de abandono, de desprecio… habita un río. Que si
somos capaces de levantar todo eso con la mente, con los sentidos, como si de
una capa de Photoshop se tratase… el Tajo está ahí, sigue ahí. Las playas de la
infancia, el agua tibia de julio. El azul refulgente donde se fundían las aguas
turquesas, zarcas y calcáreas de las tierras lejanas del alto Tajo… con el
verde profundo esmeralda del Guadarrama arrastrado por el Jarama, y que aún
podemos contemplar en alguna fotografía en color antigua, en alguna película…
Todo sigue ahí. Puede volver. Si queremos.
Y hay algo muy importante que debemos tener
en cuenta: hemos de exigir la protección de la ley. Jamás tolerar que la ley
nos discrimine y reduzca a ciudadanos de segunda categoría como ahora mismo
ocurre.
Trabajamos por la justicia. Por lo que de
verdad deben ser los cimientos de un país, de una democracia donde todos
tenemos los mismos derechos, y el mismo trato por la ley.
Tenemos que ser ingenieros, técnicos… pero eso
por sí solo no es suficiente; también y sobre todo debemos ser escritores,
poetas, artistas…iluminados del Tajo y sus ríos. Escribir, hablar,
pensar, creer, pintar, fotografiar, grabar, convencer… Y seguir. Seguir y no
desfallecer. Despreciar la hipocresía. Escupirla a la cara y decir no: nosotros
no somos iguales. Levantarnos una y otra vez. Nosotros creemos, tenemos fe,
sabemos que las cosas pueden y deben hacerse de otra forma. Tenemos una misión
y no pararemos hasta conseguirlo. Tenemos que ser capaces de sacar de nuestro
interior la fuerza para enfrentarnos, para decir NO, para exigir respeto, para
forzar el cambio. Tenemos la responsabilidad de dar voz a los que quieren, pero
no pueden. Que no se nos olvide.
No sintáis vergüenza
defendiendo el Tajo y sus ríos. Al defenderlos, al exigir recuperarlos, al
enfrentaros con el statu quo, con el poder, con las cobardías, con las
renuncias, con los políticos vendidos de todas las administraciones, con los
indolentes, con los cínicos, con los que os dicen que para qué perdéis el
tiempo, para qué os molestáis, para qué hacéis el ridículo…al encarar todo esto
estáis demostrando que existe esperanza. Pero sobre todo que estáis vivos, que
estamos vivos. Que la libertad existe. Que peleáis por ellas, porque no hay
mayor símbolo de libertad y esperanza que defender, que luchar por lo que de
verdad crees que es justo.
Esta noche, cuando vuelva a
Talavera, me pararé en el puente de Monteagudo. La luna ya está de retirada,
pero habrá aún buena luz. Las higueras locas del puente llenarán el aire con su
olor a verano. El Tiétar bajará mínimo, quizá un reguero. Puede que se zambulla
alguna nutria, o cruce un búho real. Todo estará ahí. En silencio. Como
siempre, para siempre.
Muchas gracias
Candeleda, 5 junio
2015
1 comentario:
Hola . Me ha gustado mucho tu relato . Me he bañado muchas veces en el Tietar
Como se llamaba la zona del kiosko por encima de la máquina o como se llamaban los charcos ?
Tengo una foto en ese charco pero no recuerdo como lo llamaban
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