Ayer crucé el Collado de Piedralba, entre la sierra de Sevilleja y la de Altamira a la espalda del Castillazo. Llovía, las nubes se enredaban en las crestas de cuarcita del Atalayón y la Jara tenía ese paisaje de presentimiento, de líneas difusas de cuerdas y cumbres que sólo traen los días metidos en nubes y nieblas. Desde el collado se diluían las líneas de los montes que caen desde el Estena, Estenilla, Estomiza o el Río Frío al Guadiana preso en Cijara, la raña de Anchuras, Rosalejo y Valdeazores. Líneas tenues, más bien presentidas y conocidas que definidas. Entonces me acordé de la historia de Simón Martín que escribí hace ya mucho tiempo. Esta primavera, si me vaga, juntaré todas estas historias y las publicaré, más que nada para que no se pierdan definitivamente. Para cuando suban las grullas.
Publicado en La Tribuna de Talavera el 29 de abril de 2002.
Sierra Soledad
Recuerdo que ocurrió un día de invierno ya lejano, a mediados o finales de los ochenta. No consigo acordarme del año, pero sí que por aquel tiempo los aviones de combate venían a las rañas de Anchuras a jugar a la guerra, y mientras realizaban tirabuzones, picados imposibles hasta pocos metros del suelo, lo llenaban todo con un ruido bronco y gutural que hacía enmudecer las sierras y cuyo eco se repetía como el trasiego de una tormenta aún lejana. De vez en cuando los aviones rompían la barrera del sonido y las aguas encalmadas del embalse de Cijara se estremecían con un ondular mínimo y casi imperceptible, que era como el despertar del espejo donde se venían a refugiar todas las nubes y todos los vacíos del cielo. En aquellos tiempos yo usaba unos prismáticos rusos, los Tento, una auténtica maravilla de doce aumentos que lo mismo servían para observar el vuelo lejano de las grullas o del águila que, llegado el caso, soportar sin inmutarse el caer veinte o treinta metros rodando por una cantorrera de la Jara. Eso sí, cuando mirabas por ellos todo quedaba tomado por un filtro verde y cálido, perfecto, aunque de eso no nos dimos cuenta hasta que muchos años después los más pudientes sustituyeron los viejos y perfectos prismáticos rusos por los japoneses o austríacos, que aunque más ligeros y de óptica más perfeccionada, -según aclaran los manuales y certifican los precios- nunca sustituirán la elegancia y prestancia de los viejos prismáticos fabricados en la URSS.
Andaba yo aquel día de invierno, frío y despejado, aunque con barrunto de nubes y tempestades aún lejanas, por los ancones donde el Estena viene a morir al embalse del Cijara.
Andaba yo, demasiado dado a la nostalgia, con los antiguos mapas topográficos donde el Guadiana aún no había caído en la celada del embalse de Cijara. Ahí estaban las líneas azuladas y delgadas del Estena, del Estomiza, del Estenilla, del río Frío, aquel que nace a la solana del Rocigalgo entre quejigares y alcornocales, robles y lentiscos. Allí estaban el portillo del Cijara, el del Estena, los caseríos de las rañas, y la sierra del Aljibe, el serrijón magnífico que separa al Estena del Guadiana y viene a quebrarse en el risco del Molino. Andaba, decía, por los ancones donde el Cijara se interna por los confines del Estena, uno de los lugares más despoblados, olvidados y esquinados del mundo. Intentaba reproducir los perfiles, los lugares, los caseríos de los viejos mapas en la tierra actual. Aquel año el embalse se mostraba muy bajo, las sequías apretaban y los regatos hacía muchos meses que andaban desarropados. Observando los quiebros de dos F-16 sobre unos buitres negros asustados y nerviosos, bajé los prismáticos hasta uno de los golfos nortizos de la sierra del Aljibe, y descubrí, sobresaliendo a duras penas del agua, los restos de una pequeña casa, comida por el tiempo, en la que los muros aún guardaban la gallardía que ya le faltaba al entorno. Después de dos o tres horas de andar por jarales y de recorrer la orilla de lo que un día fuera el Estena, por fin llegué a las ruinas del caserío.
Me sorprendí cuando, sentado sobre el arranque de lo que fuera muro de mampostería encontré a un pescador. Normalmente se quedaban en el viaducto, donde se llegaba bien con los coches o los dejaban los autobuses. Pero aquí, tan lejos del camino, de la carretera, de todo, era extraño. Pronto entablamos conversación. No parecía muy interesado en la pesa del lucio. A decir verdad ni hacía caso a la caña, ni al plomo hundido en el fondo legamoso que todo lo cubre y oculta. Sin preguntarle me comenzó a contar la historia de Simón Martín.
Simón Martín nació en una de las alquerías perdidas entre Minas de Santa Quiteria y Gamonoso. Su padre, porquero, pronto le enseñó a andar con las cabras por el monte. Desde chiquitín andaba por las rañas con la punta de cabras, se conocía hasta el mínimo rincón. Cuando le llegó el tiempo, marchó a quintas. Sirvió en África, y así conoció el mar, que era la primera vez que salía de este océano de montes y jarales. Cuando volvió pudo colocarse como gañán en Rosalejo. Pero no quiso. Entonces ya le había dominado el mar que encontró en la costa de África, y se le hacía imposible aguantar los secarrales de esta tierra. Así que se marchó a América. Dicen que trabajó en el canal de Panamá, que luego subió a California, a las sierras del Norte donde aún rilaba el brillo del oro; trabajó en los muelles de San Francisco, entre chinos y barcos que llegaban para hacer grande a un país nuevo; y luego, con ganas de andar más lugares, bajó al sur, al Caribe y a las ciénagas de Maracaibo, donde hizo fortuna con el contrabando y compró una hacienda a la que llamó Sierra Soledad, en recuerdo a sus primeras tierras de la Jara, y tan inmensa que no se recorría en una semana a caballo.
Simón Martín, andado el tiempo, sintió el reuma de la vejez en las tormentas del Caribe, siempre perfectas, siempre a su hora, con una virulencia que anegaba el ánimo del más puesto. Simón Martín vino a sentir las querencias de la vejez cuando ya era rico terrateniente y con el petróleo de sus pozos había llenado muchos bancos, comprado gobernadores e incluso había financiado un golpe de estado que no triunfó porque en el último momento el general Obando, el hombre de paja encargado de asumir el poder, fue asesinado a balazos la noche anterior al levantamiento, borracho y feliz en un prostíbulo de mala muerte en los arrabales de Caracas.
Simón Martín, cansado viejo y rico liquidó sus posesiones y volvió a su tierra. Cuentan que se compró esta casa, pequeña y modesta, a la que también llamó Sierra Soledad, y algunas huertas junto al Estena. Y de su fortuna no se volvió a saber nada. Cuando vinieron los ingenieros que levantaron la presa del Cijara para decirle que sus tierras iban a quedar treinta o cuarenta metros bajo las aguas, los despidió a balazos, igual que a los Civiles, que a él no lo habían jodido ni los indios, ni los militares, ni los curas, y ahora, aunque viejo, no se iba a dejar joder ni por el mismo Franco, que él había lidiado con generales más bigotudos y cojonudos que éste.
Cuando comenzó a llenarse el embalse todo fue desalojado, derrumbado y la gente se marchó. Todos menos Simón Martín. El último que lo vio fue uno de Gamonoso que se acercó a avisarle que las aguas en dos o tres días llegarían a su casa y lo despidió con dos salvas de escopeta que le pasaron muy cerca del cogote. Y no se supo más de él.
Cuando llenaron la presa y el Caudillo vino a inaugurarla, cuentan que, de entre toda la basura que se agolpaba junto a las compuertas de la presa, tuvieron que sacar un cartelón ensamblado con soga y de buenas tablas de fresno, donde por las dos caras se leía Franco cabronazo, y que iba firmada por S.M., en rojo profundo y como recién pintado. Dicen que fue Simón Martín, pero vete tú a saber. De su fortuna no se volvió a saber nada. Que si la dejó en algún banco, que si la donó a los liberales, que tampoco se le conoció nunca mujer que le robara la hacienda y la salud. Hay quien dice que lo cambió todo por oro y que anda enterrado en lo profundo de este embalse, en los rincones más encenagados y oscuros. Hace algunos años un pescador que andaba al lucio con pez vivo, agarró con la albateja una figura de oro macizo, pesaría diez o doce quilos no crea, que dicen que era precolombina o así, y que volvió locos a los arqueólogos y gente rara de ésa, que no sabían que hacía en este culo del mundo un ídolo maya. Luego se lo llevaron a Toledo, lo escondieron en el sótano del museo ése que tienen y si te he visto no me acuerdo. A mí todo esto me lo contó uno de Minas de Santa Quiteria, y cuando el embalse anda bajo me vengo a este rincón a ver si un día pica algo y soluciono el porvenir, ¿no cree?
Mientras acababa de contar la historia el pescador recogió los aparejos. El cielo se había cubierto y amenazaba tempestad. No llovía desde hacía al menos dos o tres años, y la tierra se había olvidado de qué eran las nubes, de lo que ocurría cuando el cielo se deshacía. El pescador se marchó entre los jarales y me dejó enredando entre los restos de la vieja casa de Simón Martín. Se me hizo tarde. Pronto empezó a nevar, y me vi mal para llegar al coche, ya de noche cerrada, entre el silencio espeso en que las nevadas, tan a trasmano, envuelven a los montes de la Jara.
Aquella nevada aguantó una semana. Luego llovió todo el invierno y la primavera. El embalse subió varios metros y ni siquiera en las sequías épicas de los noventa llegó a estar tan bajo. No he vuelto a ver las ruinas de la casa de Simón Martín, aunque siempre que voy al Cijara rebusco con los prismáticos rusos, que empiezo a creer que todo fue un espejismo que sólo funciona con las lentes verdes de los viejos Tento en los días de invierno que nieva sobre la Jara. Algunas veces me siento al pie de la arruinada casa de los peones camineros, allí donde los fósiles de un tiempo antiguo y olvidado emergen grabados en la pizarra ajada y gastada por el agua, y revivo la historia de Simón Martín. Allí en el fondo del embalse, donde los lucios juegan entre el légamo con el resplandor del oro, estoy seguro que Simón Martín vigila los recuerdos de Sierra Soledad.
Leer más...