A media tarde algunas nubes altas filtran la luz. El cielo sobre Gredos es del mismo color que el lecho del Tiétar. El río está seco, el agua se esconde en dos o tres míseras charcas donde se refugian barbos y galápagos. Agua verde, espesa. Nada más. Nunca lo había visto así. El Tiétar es hoy un río de granito, con el alma gris de las profundidades obligada a soportar la luz, el calor, el sol de esta tarde de agosto. Los sauces han muerto, el fresno de la orilla pierde las hojas y se las deja llevar por el viento ligero. El nácar de las náyades rotas llena de brillos el paisaje. Son los restos del saqueo de las profundidades, de los lugares vedados y guardados siempre por agua y ovas, pero ahora desguazados sin piedad. No hay agua, todo es de la misma textura, no hay verdes vivos, ni azules en la corriente, sólo arena seca, polvo, aire seco. En el cielo cinco cigüeñas negras buscan una charca donde posarse. Van y vienen, un pollo de águila calzada vuela bajo, junto a ellas y a un milano negro. El Tiétar es la piel de un dragón oculta siempre por el agua y el verde de la orilla, hoy una serpiente de granito, en carne viva.

El Tiétar, esta tarde, es un espejo del vacío. No hay nada, sólo sombra. Muy tarde, sale la culebrera. Vuela hacia mis pasos y se queda clavada sobre el vacío del Tiétar. Ya no hay sol, ni luz, y los martinetes vuelan desde su sauce muerto. Cae la noche y no se escucha el rumor del Tiétar. El dragón descansa y su piel desnuda de granito brilla con la luna llena de agosto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario