Algunas veces las noches se hacen eternas. Y los búhos no vuelven. Esta mañana, en un recorrido de pocos kilómetros, me he encontrado con tres cárabos reventados, tumbados y aplastados como mariposas de muerte. Águilas calzadas, cárabos, búhos reales, ratoneros, mochuelos… todo cae bajo las ruedas en esta carretera. Cada pocos kilómetros se levanta un remolino de plumas, una mancha deforme en la carretera. La carretera es un sumidero de vida, y nadie se preocupa de bajar la velocidad, de esquivar, de dejar vivir. En los cables observan los cernícalos. Los coches pasan, la muerte es un peaje más, nadie sabe de la belleza de un cárabo, de la belleza de la vida intacta. Nadie entiende del valor de la vida, en un mundo donde la vida es una mera chispa de ciencia. Lo natural, lo real, lo que queda más allá de la pantalla de televisión, de la luna del coche, ya es superfluo, prescindible como los sueños de la niñez. En la carretera de la muerte esta noche otra vez las luces de los faros segarán vidas. Y nadie se parará por un búho herido, por un mochuelo, por un cárabo, por unas alas rotas, náufragas en una noche que, de repente, se ha hecho muy grande. Quizá porque ya nadie va sabiendo lo que es un mochuelo, un cárabo, un búho real. En un mundo plano, zarco como la luz sahariana de hoy, las cosas serias, entre ellas la vida, hace tiempo que importan muy poco. Algunas noches se hacen eternas. Y los búhos no vuelven jamás.
miércoles, 6 de abril de 2011
Mariposas de muerte
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