La Tribuna de Talavera, 15 junio 2012
El barco no se ve desde la orilla. El Tajo, esta tarde en Caneiras, es una línea lejana, muy fina y profunda entre las barras de arena. Bajo hasta el barro. El embarcadero queda muy lejos del agua, desamparado sin río, sin corriente, sin barcos que puedan llegar hasta él. El Tajo hoy es un deseo, una quimera, un ayer. Lo recuerdo aquí mismo, hace doce años –¡doce!–, llenando todo su cauce, amplio, sin el puente nuevo en Santarém, con el color y olor a bruma y otoño de aquel día lejano. ¿Dónde estarán aquellas aguas? Y la corriente, y la fuerza, y la luz; y aquellos ojos. Arriba las casas de colores de los avieiros relucen más entre los sauces y los fresnos. Los palafitos han visto riadas y tristezas, y el sonido bronco del Tajo cuando se ensancha barruntando el final en el Atlántico. Las casas brillan para espantar penas y pobrezas. La vida.
Los restos del barco reposan
entre la arena. Continúan ahí. Un hilo de agua entra desde la madre del Tajo y
llega hasta las embarcaciones celestes de los avieiros. Verde, azul, rojo. Pero
mi barco sigue ahí, durmiendo para siempre, derrumbado, acunado por los sauces
que le recorren las cuadernas comidas y gastadas. Camino hasta la orilla del
Tajo. Desde el embarcadero llegan las voces y las risas de verdad de Ángel y
Miguel. Una garceta, majestuosa, navega el Tajo a dos palmos del agua. Se
detiene y se queda observándome. Entre el cieno miles de náyades muertas, nácar
al sol de la tarde, miles de puntos, brillos detenidos para siempre, enfrentados
a los brillos vivos, infinitos, del Tajo de más allá de la raya de la orilla. El
agua del Tajo es cálida, suave. Aún relampagueante. Los barbos ondean la
orilla.
Me acerco al barco. Del
naufragio surgen los hierros oxidados. Un cangrejo de mar, muerto, boca arriba;
un plato de loza, profundo, posado en la mesa de arena del fondo. Observo cómo
el agua sube, muy despacio. No es el Tajo que crece, sino el Atlántico lejano
que late, la marea que sube muy lenta, mientras empuja al agua del Tajo hacia
arriba, hacia arriba; y va creando árboles de luz con el agua que se desparrama
por los surcos de la arena.
Vuelvo a la orilla, a la
ribera. El Tajo queda ya lejos otra vez, como un libro leído y guardado para
siempre en la memoria. Ángel y Miguel vienen del pueblecito de los avieiros.
Pasean y hablan, despacio, como en una calle mayor de un siglo lejano y elegante.
Tiempo detenido. El barco no se ve desde la orilla. El Tajo esta tarde es una
línea fina, para siempre, más allá de la luz de Caneiras.
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