Ayer no me dio tiempo a escribir la columna semanal para La Tribuna de Toledo/Talavera. Pero para no perder la costumbre y porque el cuerpo me lo pedía, de noche escribí esto. Aquí lo dejo.
Sé que es tiempo de cosas serias. Que el siglo anda entretenido y que los problemas tienden a ocupar todos los espacios, como las nubes se apoderan de los cielos en cuanto aparecen por poniente. Pero hoy no. Sólo voy a contar una historia. Una pequeña historia, que al final es mi historia, porque es en lo que ando entretenido estos días, y el mundo es tan grande como somos capaces de enviar a viajar los sentidos.
Recojo y ordeno papeles. Ordeno, rompo, tiro y dejo espacio a más papeles que seguro vendrán. El caso es que todo anda -o andaba- revuelto, con cajas bajo los enebros, apiladas desde hace años; otras resguardadas en una caseta, a sesenta grados al sol del verano, y bajo cero en las noches de enero. Es curioso el carácter selectivo de los insectos y las animalías que salen de la tierra y tienen querencia al papel. Tienen predilección por los apuntes de historia de la arquitectura, geometría descriptiva o construcción I, asignaturas de volúmenes, cuerpos ciertos y grávidos. En cambio, al lado, caja con caja, desdeñan los apuntes del álgebra, cálculo diferencial, y por curiosidades del espacio y del destino, no osan tocar tampoco las actas de las sesiones de la comisión del trasvase Tajo-Segura. Vaya usted a saber qué curiosas y venenosas radiaciones emiten las integrales triples, las matrices y los espacios inalcanzables de R4; y por encima de todo, esas juntas de filibusteros que trafican con el Tajo en cada trasvase, que no toca ni una lombriz, ni los gusanos que se comen y perforan las proporciones de Vitrubio, las cúpulas de Brunelleschi o las líneas limpias de Wright. Los folios e informes de la junta de explotación se mantienen como el primer día, hace década y media... mientras que la arquitectura ya es tierra, y duerme en lo profundo, vuelta a más allá de los cimientos.
En la caseta duermen, entre papeles y libros, arañas y avisperos de invierno, vacíos, de un papel más ligero y dibujado. En un costado se apilan libros antiguos, de Maestría, de estructuras y las viejas normas tecnológicas de los setenta. Fue los últimos que moví ayer. Al hacerlo salió lenta y fría una pequeña salamanquesa. La cogí y me la llevé a la casa, a la pared donde da el sol de mediodía. La dejé con cuidado, y la fui empujando para que se acercara a una pequeña grieta. Ahí la dejé, esperando que cogiera algo de calor y se refugiara. Volví a la caseta y volví a mover los libros donde la encontré. Y salió otra de la misma quinta. Al ir a cogerla vi otra más grande, sujeta a la chapa de la caseta, al calor del mediodía. Dejé los libros y me fijé. Entre las normas básicas de la edificación y los libros del 11 de delineación, dos grandes salamanquesas me observaban, preguntándose -o preguntándome- si las iba a quitar su cómoda guarida; y qué había hecho con la pequeña de la familia...
Así que no me quedó otra. Fui a mi casa y como pude rescaté a la pequeña salamanquesa que con el sol de mediodía había cargado las pilas y corría pared arriba que se las pelaba. La dejé en su pared de chapa, con la familia. Y respecto a los libros, allí se quedaron, refugio de invierno, como un cerro testigo que esta vez se salvó de la quema. La ciudadela de las salamanquesas.
Ahí terminó la historia. Hasta esta noche. Vaciaba el maletero del coche de los últimos papeles, informes y libros. En el último de muchos, al abrirlo para deshojarlo, salta otra pequeña salamanquesa. Fría y lenta. La he cogido y la he guardado en una caja de viejas tarjetas mías de visita, que han ido con el resto del cargamento de papel al contenedor de reciclado. Y me la he traído a casa. Mañana la dejaré con su familia en la caseta, en la ciudadela de papel de las salamanquesas. Hace un rato mi hija la ha soltado, y con el calor de la calefacción corría y huía como si fuera una noche de junio.
Sé que es tiempo de cosas serias. Pero esta es mi historia. Sólo una pequeña historia. La mía.
1 comentario:
Una vez, cuando mi hija era pequeña, atrapé una salamanquesa de no más de tres centímetros. La puse en un recipiente de plástico transparente y estuvimos observándola durante una buena parte de la tarde. Al hacerse de noche cumplimos con la promesa de dejarla libre y elegimos una pared iluminada llena de insectos revoloteando. Había próximas algunas salamanquesas más grandes y mi hija las asoció en lógico parentesco: Esa mamá ese su papá. Se fue a dormir y yo me quedé leyendo un rato al fresco. Apenas había pasado mi hija a la casa, levanté la vista y vi que el supuesto papá del bichejo se acercaba a él despacito, despacito...Hasta que dando un brusco tirón, hacia delante, se engulló a la tierna sargantanilla por completo. Durante un rato, quedó asomando sólo el rabito de entre las fauces de aquel saurio desalmado. No pongo moraleja por falta de necesidad, pero fue una buena lección.
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