La Tribuna de Talavera, 13 agosto 2010
Lectura de ríos en este verano de bruma y sofoco. Cuando no hay nada afuera, cuando todo se acaba, es mejor leer, seguir el bajar de un río en las hojas rugosas de los libros amarilleados, dejados ya de lado hace mucho tiempo en las estanterías. Hay libros de bajar ríos, de dejarse llevar desde cubierta, contemplando las selvas espesas de la orilla que cierran un espacio cada vez más ancho y plácido. Y libros de barcos que suben corrientes, como aquel oscuro de Joseph Conrad remontando el Congo incomprensible y asfixiante. Libros de ir y venir, de no saber si estar o quedarse, como el Wittgenstein de los Diarios secretos, subiendo y bajando el Vístula entre el tronar de los cañones rusos cercando la Varsovia de la Gran Guerra.
Ríos de hielo, ríos de esmeralda como el Río Grande de la Magdalena que sube desde la Castilla del Oro, orilla arriba, Gonzalo Jiménez de Quesada; mismo río, mismas aguas, que, mucho tiempo después, Fermina Daza y Florentino Ariza surcarían en los tiempos felices del cólera. Ríos grandes antes, ahora desventrados por un progreso hueco que se lleva por delante los peces y los delfines de agua dulce, los brillos de alas de pájaro y las risas de las orillas, las lentitudes y los reflejos serenos. Todo se extingue en los tiempos fríos.
Ríos de libros, como un bálsamo contra las nieblas. Locura de Lope de Aguirre bajando por el Marañón, por el Amazonas, en busca de un El Dorado de fiebre, lejano, interior, imposible. Ríos como espejos, con ojos que observan desde las orillas. Los libros de ríos siempre son más profundos que los de mar, porque en la corriente siempre hay algo de tozudez, de destino, innegociable. Siempre tienes que decidir, subir o bajar, nadar la corriente o pelearte contra ella. Como la estela imposible del último viaje del Alción de Álvaro Mutis, el Tramp Steamer de las apariciones del Báltico frente a la mirífica visión de San Petersburgo, o en los puertos destartalados del Caribe, que los océanos son anchos y tienen su ley y costumbres. Libro/relato de amor, como los buenos, donde, al final, el barco sucumbe intentando remontar las bocas del Orinoco, en esa tierra incierta y de verde espeso desde los satélites, del Delta Amacuro. Al final, siempre habrá una corriente, un río contra el que no podamos.
Libros de ríos para este tiempo frío, de brumas que vuelven como cenizas de algún incendio eterno. Ríos como libros, con los peces de oro siempre refulgiendo bajo la corriente de palabras y silencios.
viernes, 13 de agosto de 2010
Ríos de libros
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