Hacía tiempo que no veía a un alcaraván atropellado en la carretera del canal. A un lado el monocultivo de nogales; al otro la dehesa perfecta. Y en medio la carretera. Poco tráfico, pero suficiente. El alcaraván campea tranquilo por las dehesas de Malpartida, bajo las águilas culebreras y las imperiales. Dehesas de encinas, espesándose los enebrales. Aquí, en la raya del monte y el regadío, la fauna se multiplica: nutrias, chotacabras, conejos, garzas cazando hiératicas desde el cemento del canal, martinetes rechonchos a la sombra, azores vigilando desde los pinos torcidos, torcaces inmensas, jabalíes...
El alcaraván se hace sentir al anochecer, con ese escándalo de frontera sobre el que repican, siempre lejanas, las ondas del chotacabras. El alcaraván grita y se mueve deprisa, sin levantar vuelo. A éste del canal no se le volverá a ver ni oír por las dehesas. Como a otros muchos, miles, cientos de miles, millones de vertebrados que mueren atropellados en las carreteras: jóvenes, inexpertos, indiferentes ante las máquinas de colores que cruzan los espacios a toda velocidad, sin medida, como si fueran de otra dimensión. Estoy cansado de pararme en las cunetas y levantar cadáveres de águilas, búhos, chotacabras, y todos los bichos imaginables. Las carreteras son sumideros de vida. El alcaraván del Canal no es el primero, ni será el último de este verano.
Sobre la raya blanca, detenido, aplastado, como un sello, lleno de moscas y hormigas, sin vida, queda otro cadáver. El alcarván de la carretera del canal.
jueves, 26 de agosto de 2010
El alcaraván del canal
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