En los confines del malpaís de Huriamen una hubara cruza la carretera. Pasa despacio, como perdida en un paisaje levantado por las máquinas. Llueve. Los cuarteles de las nuevas urbanizaciones trocean y allanan el paisaje, a escuadra y sin rubor. Las máquinas trazan la cicatriz perfecta de una nueva carretera que sube desde la costa. Desde las casa de Peña Azul salen coches con matrículas alemanas. Abajo, el jable de Corralejo se extiende hasta el océano. Al norte los adosados abalconados avanzan sin piedad en la distancia, mientras devoran a dentelladas, sin anestesia, la belleza del paisaje. Unas cuantas cabras rebuscan ente la lava solidificada. Un cernícalo espera sobre los cercados. El Atlántico se difumina y se mezcla con el viento y la arena, el azul nuevo, el amarillo brillante. Y la lluvia, extraña e inventada que deja charcos imposibles. Dentro de ellos los volcanes ondean sus colores y sus vetas, colores siempre nuevos y dispuestos a vencer. La Luz. Sigo hasta que se me acaban los caminos. Hasta que todo es piedra, lava, tierra.
En el barranco de Vallebrón los colores se apelmazan bajo la lluvia. No hay nadie. Me paro. Un paisaje monocolor, sin relieve y distancia, moldeable con mi mano, como el viento que cruza desde poniente. Tindaya es plana, la montaña se yergue frente al océano lejano sobre un paisaje ocre y abierto. Los arroyos bajan cargados de tierra y barro. Los bancales permanecen desnudos, ya nadie los cuida. Alguna palmera, molinos de viento cansados de girar y girar. Todo es concreto, fijo, no hay la elasticidad de bosques, de valles que se pliegan. No. Todo aquí es inmutable, perenne, sobreviviente. Tindaya, Tefía, La Matilla. Pueblos pequeños, casas encaladas, cubiertas planas, ventanas de colores, cubos sobre el espacio creando distancias y proporciones, que eso es la arquitectura de verdad. Monumento a Unamuno sobre la falda del volcán de Montaña Quemada. Unamuno es hombre de alturas, no de medianías. Exiliado en este país de piedra primigenia, de océano azul tan transparente como las ideas puras que despreciaba, debió entender un poco más esta España que nos ha tocado. Desde los llanos de Betancuria, con el viento y la lluvia, con el horizonte cerrado, los cables de la carretera vibran y pasa un corredor sahariano, pájaro extraño en un país donde el raro soy yo. Cruzan muy rápidas las nubes, sin detenerse, sin mirar, buscando algún valle donde detenerse, o simplemente sabiendo que su destino es navegar sin mirar.
El barranco de Betancuria acaba en el Atlántico. Subo a los acantilados. Las olas rompen contra la costa y trepan quince o veinte metros. El viento me tira para atrás devolviéndome a la tierra, a la piedra, que hoy no se admiten visitas. La espuma amarilla, densa y que golpea, vuela en este mar sin gaviotas y charranes. Las casas de Los Molinos resisten el embate del Atlántico. Playa de piedras de lava pulidas por siglos de mareas y temporales. Entre ellas una de granito, perfecta, como pulida por las gargantas de Gredos, extraña. Allí la dejo. El mar es espuma en el temporal del Atlántico, atmósfera espesa de viento y arena, roca y espuma, agua de lluvia y de mar, distancias imposibles de someter. Paisaje completo.
En el barranco de Vallebrón los colores se apelmazan bajo la lluvia. No hay nadie. Me paro. Un paisaje monocolor, sin relieve y distancia, moldeable con mi mano, como el viento que cruza desde poniente. Tindaya es plana, la montaña se yergue frente al océano lejano sobre un paisaje ocre y abierto. Los arroyos bajan cargados de tierra y barro. Los bancales permanecen desnudos, ya nadie los cuida. Alguna palmera, molinos de viento cansados de girar y girar. Todo es concreto, fijo, no hay la elasticidad de bosques, de valles que se pliegan. No. Todo aquí es inmutable, perenne, sobreviviente. Tindaya, Tefía, La Matilla. Pueblos pequeños, casas encaladas, cubiertas planas, ventanas de colores, cubos sobre el espacio creando distancias y proporciones, que eso es la arquitectura de verdad. Monumento a Unamuno sobre la falda del volcán de Montaña Quemada. Unamuno es hombre de alturas, no de medianías. Exiliado en este país de piedra primigenia, de océano azul tan transparente como las ideas puras que despreciaba, debió entender un poco más esta España que nos ha tocado. Desde los llanos de Betancuria, con el viento y la lluvia, con el horizonte cerrado, los cables de la carretera vibran y pasa un corredor sahariano, pájaro extraño en un país donde el raro soy yo. Cruzan muy rápidas las nubes, sin detenerse, sin mirar, buscando algún valle donde detenerse, o simplemente sabiendo que su destino es navegar sin mirar.
El barranco de Betancuria acaba en el Atlántico. Subo a los acantilados. Las olas rompen contra la costa y trepan quince o veinte metros. El viento me tira para atrás devolviéndome a la tierra, a la piedra, que hoy no se admiten visitas. La espuma amarilla, densa y que golpea, vuela en este mar sin gaviotas y charranes. Las casas de Los Molinos resisten el embate del Atlántico. Playa de piedras de lava pulidas por siglos de mareas y temporales. Entre ellas una de granito, perfecta, como pulida por las gargantas de Gredos, extraña. Allí la dejo. El mar es espuma en el temporal del Atlántico, atmósfera espesa de viento y arena, roca y espuma, agua de lluvia y de mar, distancias imposibles de someter. Paisaje completo.
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