Los almendros comienzan a brillar en las cunetas del invierno. Entre la luz de plomo puntean los blancos, los rosáceos leves de la primera primavera. Vuela alguna golondrina, aviones comunes, perdices confiadas, milanos negros desde los cables de la luz a los charcos de la siembra quemada por las heladas. En las cunetas resplandecen los almendros como un destello de humildad. Abajo los cartones, las bolsas de plástico, la basura y los deshechos que acumula la vida, el ir y venir, el pasar rápido de un tiempo que no aprende a mirarse en el espejo. Allí, lejos, bajo la bruma, la línea del Tajo, las barrancas donde despierta la Jara, Valdepusa, las filas de los olivos, carcasas de castillos como pegamento con otros siglos y otras vidas. Los almendros salpican de altivez un paisaje raudo. Nadie se fija en ellos, sólo la lluvia que cae como un soplo; quizá el viento húmedo que viaja con las nubes del Océano y sacude los pétalos blancos. Pasan las nubes muy rápidas en este invierno anclado en el alma. Solo los almendros, blancos, inmutables, perfectos testigos de los vacíos.
martes, 15 de febrero de 2011
Almendros de febrero
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