No soy del tiempo del Labordeta cantante, y sí del que recorrió España en Un país en la Mochila. Me gustaba aquella serie porque huía del tópico y se aferraba a lo cierto, aunque lo cierto ya fuera en el cierre del siglo XX, sólo una ruína, un cuento, un rumor, un adiós. Persona clara y limpia, que mando a la mierda a los diputados que se reían de él, que si la mochila, que si las batallitas. La verdad de la vida frente a la ignorancia en las Cortes, donde el pueblo es la excusa para una caterva de pulsabotones. Lo real frente a lo fingido, lo auténtico frente a lo oportuno. La vida desde los ojos de un viajero.
Publicado en La Tribuna de Talavera el 7 de octubre de 2002
Más allá de Terrugem, de Ciladas de São Romão, se llega a la carretera que conduce a Alandroal, una simple raya verde en el mapa. Un cruce de carreteras es el lugar donde se decide el futuro, donde se debe ser consciente de la puerta que se cierra, o que se deja entreabierta para otro momento. Para otro tiempo en el que uno no será el mismo, donde el paisaje no será el de ahora, en el que la misma gente no andará por las mismas calles, el sol no será el mismo, y, sobre todo, los ojos que observen no serán los mismos, quizá ya tomados por más luces, quizá por más nieblas. Por tanto, es mucha la responsabilidad de dejar atrás lugares, sonidos, andares. Y en este cruce decido no dejar atrás Juromenha, que queda a mano izquierda, al noreste, a tres o cuatro kilómetros. Giro a la izquierda y dejo Alandroal para otro momento, quien sabe si será esta tarde, la próxima primavera o nunca.
A Juromenha se llega por necesidad o capricho, nunca por casualidad. Porque existe una sutil diferencia entre los pueblos acostumbrados a ver pasar a viajeros y trashumantes, gentes de mirar ligero y huella pasajera, que no tienen otra que andar los caminos siempre con destino obligado; y entre los pueblos como Juromenha, sabedores de que quien cae por sus calles, por sus paisajes usados por siglos, soles y tormentas, acude en busca de algo, que la aprehensión de lo que entra por los ojos, por la piel, resulta definitivo a la vez que irrenunciable. Y entonces, en pueblos como Juromenha, se hace el silencio, a lo sumo una conversación leve que fluye por las calles empedradas, blancas, limpias, solitarias, y, lejano, un niño llora, mientras los gorriones llenan el silencio, y algún vecino, al final, se asoma y observa al forastero mientras éste intenta fijar en su mente el fluir de la vida en este rincón encontrado para la memoria.
Juromenha es un pequeño pueblo, blanco, diminuto, atalayado sobre el Guadiana fronterizo. Lo guardan la historia, el recuerdo, y las piedras abandonadas de la fortaleza que vigila los campos de Olivenza, miles de surcos tomados por el verde de los frutales, y en la lejanía los encinares de Cheles y las brumas de tiempos de batalla. Llego a Juromenha cuando el sol aprieta y el silencio ya se apodera del mediodía. Lo primero que hago es andar la enorme fortaleza, abandonada, descuajada por el olvido. A la entrada una placa recuerda a los héroes portugueses. Es de los cuarenta. Dentro abandono, rastrojos, lagartijas culebreando. En la capilla la pila bautismal quedó volteada, quizá no hubo tiempo de llevarla en alguna huida precipitada, y allí quedó. En la iglesia crece el abandono, las palomas salen asustadas cuando entro. Nada. Ando las ruinas, entro en las garitas de vigilancia. Las troneras aún apuntan a la tierra de Olivenza, tierra que fue portuguesa, y ahora ya no lo es. En las esquinas las garitas ofrecen sombra y refugio. En su interior pintadas de enamorados, de visitantes ya lejanos en el tiempo. Fechas, nombres sobre la piedra, lejanos y quizá ya tan olvidados como gastados.
Salgo de la fortaleza, de las ruinas, de la historia. Ando el pueblo, blanco como se dijo, pulcro, empedrado. Cal y rollos del lecho del Guadiana adobados con un silencio casi mágico. En el camino del cementerio, en una pequeña cuesta, tres olivos sombrean un pequeño mirador que va a dar sobre el río. Sólo tres mesas de madera, demasiado pequeñas, demasiado estrechas. Me siento, saco del morral la navaja y el avío, el mapa desflecado, y esparzo sobre la mesa los recuerdos de lo andado, de todo lo acumulado desde la mañana primera, la amanecida fulgurante en Mérida, el Guadiana detenido en las islas de Badajoz, el silencio y el presentimiento del puente de Ajuda, el blanco leve de Olivenza, los encinares embrutecidos por el sol, la ingravidez del acueducto de Elvas, y, sobre todos, el andar ligero del Guadiana por una tierra radiante, desconocida y oculta.
Escribo de lo andado, de lo vivido, sombreado por las estelas mínimas de los olivos, junto a la reciedumbre de sus quinientos o seiscientos años, troncos retorcidos, saber antiguo, que es como escribir aconsejado por la prudencia de los siglos. Escribo refrescado por la brisa que acude de más allá del Alentejo, del Océano donde van a morir todos los ríos de estas tierras de desesperanza, encinas y limpieza profunda, rotundidad de luces, de imágenes, de barbechos pajizos, eternos, de hombres silenciosos, de recuerdos enriscados en el encalado impoluto de las fachadas. De esperanzas que huyeron por chimeneas enormes, desproporcionadas.
Escribo sobre el puente de Ajuda, sobre el Guadiana tranquilo, abandonado a su discurrir que es como un río se alimenta de futuro. Queda el fogonazo de las viejas piedras por las que los portugueses acudían a Olivenza. Quizá siempre temieron que España se hiciera con Olivenza, que todo fuera ejercicio vano, que al final consuela llorar lo perdido, y que la memoria queda como refugio de imposibles. Los españoles volaron las arcadas centrales en 1709, y Olivenza cayó cuando principiaba el XIX. El puente de Ajuda, entre Elvas y Olivenza, cuenta a quien lo escuche su abandono, el despropósito de tanto por hacer en esta tierra fronteriza. En la margen española un camino ha roto con saña la orilla. En la portuguesa un grupo allí acampado echa a la fogata una encina de buen porte recién cortada. Vuela sobre el Guadiana algún cormorán, una garceta fugitiva y el rumor del agua lavando la piedra sobre la que se apoya el puente de Ajuda. Sestean los galápagos, sestean las encinas, duerme el horizonte. Lástima de río, de tierra, de gente, de mundo. La ruina de la razón acaba con la tierra, con el paisaje. Uno siente que este no es su mundo, que le debería haber correspondido en la noria del tiempo un espacio donde el hombre no se comiera a bocados su paisaje, su historia, sus huellas. Donde la estupidez no fuera moneda de cambio, donde no se hubiese volteado de tan mala guisa el sentido común, y todo valiera. Donde los reflejos de lo voluble no acabasen con el equilibrio de lo real, donde la conversación entre el hombre y la tierra que lo sostiene fuera cordial y no embadurnada de miseria. Escribo bajo los olivos de Juromenha, que no se olvide, contemplando por última vez un Guadiana libre, entero, en comunión con su entorno de alamedas, saucedas y rumor de corriente mínima, pero aún viva, con pulso.
Recojo. Guardo el avío ya demasiado viajado, la rotundidad de la fortaleza de Juromenha, el andar del Guadiana, el recuerdo amargo del puente de Ajuda, la delicadeza de la iglesia de la Magdalena en Olivenza, el esperar de las encinas sedientas. Todo queda, nada se marcha del todo. Verde de chumberas, encalado y añil de las fachadas, gris gastado en la piedra, verde en la ribera, azul mínimo en el Guadiana. Salgo de Juromenha, tarde avanzada. A la izquierda Alandoal, abajo Rosário más allá de Mina do Bugalho, tierra de dólmenes y encinas tan viejas como ellos. Me decido por Rosário, aunque en el mapa tenga marcada la ruta por Alandoal, su castillo y sus calles empinadas. Quizá quede para esta tarde, para mañana, o para dentro de muchos años, cuando el tiempo avance por territorios de lucidez.
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