domingo, 6 de marzo de 2011

La sangre de las encinas

Al atardecer emergen en la distancia los troncos muertos de las encinas. Al caer el sol, el agua que cubre el bosque mágico del Guadyerbas, se va llenando con la sangre de las encinas. Entonces me siento bajo los alcornoques, junto al cazadero del águila pescadora y el nido del milano, y contemplo el bosque antiguo. Lo veo surgir en el mismo lugar que ocupa el embalse del Guadyerbas, con sus copas de verde espeso, sus vallejos y pasos, los alcornoques de la vega, los fresnos en fila en el Nadinos, junto a la cañada, las piedras antiguas y extrañas del dolmen, el vuelo de los millones de torcaces, de las grullas que pasan, de Gredos que observa. Sobre las ochocientas hectáreas que hoy son embalse, veo levantarse lo que fue el paisaje antiguo. No es un espejismo. Está ahí. Cada atardecer, con el maullido del mochuelo a la espalda, las encinas comienzan a verter su sangre, y un rumor de bosque y viento llega desde el vacío de agua. Al tocar los viejos troncos, detenidos en el momento exacto en que la motosierra hizo su trabajo, acuden los siglos. Troncos inmensos de más de dos metros de diámetro entre los que duermen esqueletos de náyades y plumas de grullas. Al anochecer, cuando la distancia es de los alacranes cebolleros, lo que fue vuelve, y la sangre de las encinas lo cubren todo reclamando justicia.

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