Hace tiempo que tenía ganas de pararme un rato a contemplar a las cigüeñuelas. Siempre paso deprisa, con el coche, y en los cuatro últimos años he visto cómo hacían su nido en un pequeño islote somero en medio de la balsa de lixiviados y purines de una fábrica de cerdos ubicada al otro lado de la carretera. Hoy me he parado las he hecho unas fotografías; y, mientras, entre el olor pestilente, las cigüeñuelas a lo suyo, tranquilas, paseando por la laguna negra y espesa, colocándose el plumaje, tomando lo más nutritivo que encontraban de la superficie oleosa.
La belleza a veces pervive en los lugares más extraños. Y a veces busca con ahínco confrontar su delicadeza frente a lo más sucio. ¿O es casualidad, es simplemente así? Este año a la pareja de la laguna negra se ha unido otra, que aún tímida se esconde en la orilla de una esquina de la balsa, más profunda. Es un año de cigüeñuelas, porque hay lagunas por cualquier sitio, de agua limpia o sucia, lo mismo da. Porque la belleza está ahí, en medio de la nada, de las lagunas negras o de los paisajes limpios. Y las cigüeñuelas, pájaros de elegancia y de andar lento, lo saben.
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