Tarde de nubes. Si te paras un rato ves cómo se van apretando o estirando, cómo van dejando hueco al cielo. Y luego, otra vez se juntan. Todo es un ritmo, a veces lento, otras más rápido, pero sin urgencia. La luz a cada momento es distinta, más fría, más limpia, más densa, más cálida, más ligera, transparente en oleadas. El paisaje, los paisajes navegan el tiempo sobre el ritmo de las tardes amplias de mayo. El verde nuevo y renovizo de las encinas, el verde lustroso y único de los almendros en los lindones. El volar ligero y quebradizo de un aguilucho cenizo. La cebada lleva su ritmo, sus ondas movidas desde una mano inmensa y alta, intangible pero que está ahí. Algunas veces las sombras se acompasan con el viento y la siembra, y todo se mueve a una, con las totovías y las cogujadas llenando el campo de sonidos. Subiendo desde el Tajo paisaje de olivos, siembras y campos verdes eléctricos. Cigüeñuelas en las lagunas, pequeñas, dobladas en el espejo. Un azor. No hay tractores. Tierra roja removida, piedras antiguas, pulidas, colocadas desde hace siglos, majanos de gazapos y cantaderos del macho perdiz. Viento con olor a lluvia, lejana en cortinas paralela en una dimensión alta e intocable, sólo alcanzable a las águilas y a las pelusas que caen como un viento blanco y espeso. En la ermita no hay nadie. Santa María de Melque ahora está excavada, le han puesto casas alrededor, y cemento y hasta una máquina de Coca Cola. En la puerta un letrero de no fumar. Aún así, Melque todavía irradia fuerza, como el castillo, como la tierra cuajada de piedras gastadas entre barro rojo. Vuelan golondrinas: dáuricas elegantes, comunes bajeras y más negras. Bandas de vencejos, un águila calzada alta cruzando el Torcón. La Puebla de Montalbán a lo lejos, blanca, con los campanarios entre el rojo del caserío. Viento fuerte, gotas de lluvia, agua sudando por los campos hasta el valle. Tarde de primavera, fría, de nubes, ancha de sombras y fría de sol. Paisaje profundo.
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