lunes, 2 de agosto de 2010

Muy lejos

Entre Sevilleja y Anchuras hay 17 kilómetros de camino y polvo. Un polvo rojo y fino que se va quedando pegado al coche y a la memoria, como los paisajes espesos y desalmados de la Jara. Cientos de curvas. Polvareda inmensa detrás. Carretera olvidada, las piedras saltan de las ruedas y levantan de las cunetas a tórtolas de verdad, delicadas y fugaces. Encinas renovizas, resucitadas de la seca por el mejor invierno de la década. Ciervas sobre el pasto. Quietas al sol de las cuatro de la tarde. Paro. No se mueven en su paisaje perfecto. Una sola máquina en toda la carretera, un camión cansino cargando pedazos de carrascas y jaras ensangrentadas. Un par de operarios: para, adelante, stop, flecha blanca sobre fondo azul.

Todo parece lento, es lento, petrificado en estas soledades inmensas. No hay prisa, que esto tiene otro ritmo, el rincón de Anchuras es otra dimensión, esquinada, lugar de la Mancha, donde los corzos te obligan a parar en mitad de los caminos, te miran, y se van despacio. Hoy el Huso baja escaso, distinto al del invierno. Arriba la pista solitaria de la sierra de Sevilleja, las torretas que trepan por la solana. Cantorreras perfectas, delineadas con sutilidad por alcornoques y quejigos cimeros. Valle del Huso. Abierto, grande. Espalda de Río Frío, territorio de águilas y corzos, de días en silencio, ganados, lugar de meditación y de olvido. Paro en la caseta de los camineros. Han cambiado el aceite a un camión y todo está negro, sucio. El olor a Jara lo impregna todo. Paso la mano sobre un par de tomillos. Viento espeso, tormentas cabalgando lejanas sobre Gredos y los Guadarranques. Nada en el cielo, los pájaros se han ido. Silencio. El silencio más inmenso de la tierra. Hago un par de fotos al derrumbe de la caseta de los camineros. Ventanas recortadas contra el vacío, ya sólo enmarcando ayer. Entre Sevilleja y Anchuras 17 kilómetros de polvo y camino. Tierra roja, pegada en la mirada y en el alma.

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