domingo, 9 de octubre de 2011

Los Golines


Al anochecer las arenas dibujan sombras. El viento arrastra los granos de cuarzo que brillan con el sol que se pone sobre Bucher y Valdecasillas, lejos, en las cuerdas del Tiétar. Sólo silencio. La arena se detiene en pequeños montículos sobre los pedazos de cerámica que el agua ha dejado al descubierto. Cerámica basta, negra, que aflora junto con las puntas de sílex. Cojo un pedazo de sílex –filo de cinco milenios– y lo pongo contra el sol. Su corazón transparente comienza a latir. Hace mucho tiempo, alguien, desde este mismo lugar, miró hacia Gredos y observó la línea que partía el cielo y la tierra.

En la caligrafía de los mapas antiguos, los Golines configuran un territorio de bosques junto al río Guadyerbas. Allí, ya próxima la desembocadura en el Tiétar, y antes del despeñadero de la cuerda de Calabazas, el Guadyerbas recorre una geografía sencilla, de dehesas de alcornoques, inmensos, y encinas. En el valle, junto al río, fresnedas y alisedas, en un continuo único que sigue al norte hacia Gredos, y al sur se rompe en las llanuras de Oropesa, desmontadas hace mucho tiempo. Tierra de ganado, tierra vetona, aliada del árbol y del agua, tierra delicada, con el granito aflorando, con las raíces siempre someras. Atravesando el paisaje, la Cañada Real Leonesa Occidental, subiendo desde Andalucía hasta los puertos de la Cordillera Cantábrica. Por los Golines, por sus paisajes, han cruzado millones de ovejas merinas, decenas de generaciones de hombres que han cosido el alma de este país. Junto a sus vados, en la arena fina del Guadyerbas, se han levantado hogueras y se han contado historias, han bajado los lobos, los golfines han matado y robado. Todo está escrito en el paisaje, en la luz, en el viento que algunas tardes de invierno baja desde la línea nevada de Gredos. Hasta no hace más de un par de generaciones, los pastores trashumantes pasaban junto al dolmen, por la cañada del Puerto del Pico, uno de los caminos más antiguos de Iberia.

Mapa de 1942, actual, y fotografía aérea de 2006.

En la caligrafía de los mapas nuevos esto no existe. En el año 1977 se tapó todo con el embalse de Navalcán. 750 hectáreas, decenas de miles de encinas y alcornoques, de fresnos. Árboles de 8 ó 10 siglos, liquidados a motosierra. Encinas de alma hueca, donde se refugiaba el sentir de esta tierra, los inviernos y veranos. No queda nada de aquello, sólo los tocones de los árboles, un gigantesco cementerio donde reposa con los huesos al aire la memoria de siglos de los Golines.

El embalse se usa como un gigantesco barreño por parte del ministerio de Medio Ambiente. Agua para los últimos riegos del verano en la Vera, cuando el embalse de Rosarito baja de nivel. Por ello, cada pocos años, lo dejan casi vacío, y todo el desastre queda al descubierto. Este año estaba lleno a principios del verano; ahora está a poco más del 25%. Hoy, en sus orillas, descansa un bando de flamencos. Detrás de ellos, un águila pescadora. Y limícolas, gaviotas, y hasta un milano real que baja a bañarse. Pero todo está triste. En pocos días quedarán al aire las piedras descoyuntadas de dolmen. El viento ahora mueve la arena, hace y deshace pequeñas dunas que tapan las huellas de cigüeñas y zorros.

A veces me siento en uno de los tocones y dejo que el paisaje que fue, vuelva. Si esperas lo suficiente comienzan a levantarse en la distancia las espesuras de los Golines: vuelven las encinas bajando desde los cerros, el verde más espeso y alto de los alcornoques bajando hasta el Guadyerbas; y en el soto, los fresnos meneados por el viento. Bajan los bandos inmensos de torcaces en noviembre, y las grullas, y el pasar de los trashumantes desde las tierras nortizas. El reloj de la vida, de la historia, de los hombres, de la naturaleza, del instinto, y de la verdad.
 
Pero el espejismo se desvanece y queda el vacío. Todo está detenido. Todo pudo ser distinto. Pero no lo fue. Una joya ambiental y cultural convertida en mero barreño. Pero no me resisto a que todo sea así, que de un golpe se borre la historia, la cultura, la belleza. Hoy, los esqueletos de los fresnos han surgido del fondo del embalse. El cieno se ha secado. La cicatriz se ha vuelto a abrir. Los desiertos de los Golines han ganado la partida a las selvas. Las dos caras de la vida. El viento arrastra granos de arena. El alcaraván grita en la raya de la dehesa, la frontera. Nada más. Sólo silencio.


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