viernes, 11 de abril de 2014

A veces

La Tribuna de Toledo, 11 abril 2014

A veces dejo abierta la puerta del jardín, y se cuelan gatos inmensos, marciales, como tigres transeúntes por esos documentales de la canícula de Ranthambore, paseando entre las ruinas de esplendores perdidos, el derrumbe amarillo de las mimosas. A veces cazan un pajarillo, una curruca enamorada o un gorrión chillón despistado, y se lo llevan a comer al porche, y me dejan un reguero de sangre, caligrafía de una vida que acaba al empezar esta primavera. Los gatos me observan de noche, y yo a ellos, mientras Orión cruza por debajo de la luna creciente de abril, y los grillos topos elevan su canto sobre el de los alcaravanes de la dehesa. Antes, al atardecer, en ese tiempo incierto donde la luz se deshilacha y llega el presentimiento del final, bajan las palomas torcaces y se lanzan como pedradas contra las ramas cimeras de los eucaliptos. Emparejadas, compactas, desafiantes, bajan luego a la fuente del enebro, y no me ven, porque al final soy sólo ya paisaje de ojos inmóviles y lejanos.

A veces, a mediodía, recojo los mapas antiguos, arrugados y húmedos de inviernos de olvidos, los territorios que un día recorrí y volveré a recorrer, y los coloco despacio sobre la mesa blanca del porche, para que el sol los despierte, los devuelva colores rojos de caminos y azules de ríos. A veces tres buitres leonados bajan y giran y giran despacio sobre mi casa, en el mismo territorio de vientos que hace un mes llenaron las últimas grullas. Luego llega el águila imperial, o la real, y se van a volar y conversar sobre la dehesa, de esas cosas que seguro se cuentan. A veces abro las ventanas de mi casa, y entra el viento cálido de abril, la brisa de tomillos y romeros, el olor espeso de jaras y monte. Y cierro los ojos y entra el herrerillo, el verdecillo, la oropéndola y la golondrina… cada uno en su distancia y en su vuelo, en su altura y en su tiempo perfecto, mientras el viento se lleva las hojas de los libros, ventea la humedad y el moho, y menea las telarañas, mis banderas transparentes y sutiles.

A veces, caída la noche, llega el chotacabras, y se posa en el camino. Es entonces cuando comienza a cantar el ruiseñor desde su selva de madreselvas y chumberas. Y ulula el cárabo, y acude lejano el autillo. Pasa urgente un esmerejón, y es en ese momento exacto, cuando, a veces, me siento a contemplar cómo nacen un millón de estrellas, y pasan satélites como líneas imperfectas que arañan distancias imposibles.  

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