jueves, 7 de julio de 2011

El pudridero del Tajo



Cuatro de la tarde. Viento seco de julio. Sólo se mueven los camiones de las graveras que van y vienen llevándose las tripas del río. El río una vez fue el Tajo. Me gusta bajar al Tajo, al puente medieval de La Puebla de Montalbán, cruzando el canal de Castrejón, y sentarme un rato a la sombra de un álamo o de un taray. Hoy el Tajo lleva agua, un hilo, pero lleva agua. Anchura de poco más de cuatro metros, caudal ínfimo, verde espeso. Lo que antes fue cauce ahora es selva de atarfas, sauces, tarays, álamos. Charcos grandes donde boquean carpas, brillantes de sol y aceite. El puente se hunde porque cada vez hay menos agua. Los tajamares cortan el aire. Ya no hay agua. Contadero real de Castilla. Millones de ovejas de la Mesta cruzaron el Tajo sobre estos sillares. Ya no hay río, ya no hay ovejas, no hay historia, sólo las naves industriales que han levantado sin ningún rubor junto al puente; y la ruina que amenaza, como acosa a todo lo que despunta con un mínimo de belleza. Sólo un país tan inculto como éste puede tener en tal estado su patrimonio, ya sea el Tajo, ya sea el puente, ya sea el paisaje, el bosque de ribera. Los camiones pasan cargando arena y grava que chorrea. Es la sangre del Tajo, reguero de olvido. En el agua estancada suben burbujas de gas y cieno que rompen en espumas. El río hierve. A su alrededor las carpas buscando algo de oxígeno. Lo que queda de Tajo es un pudridero. De repente cruza un martín pescador. Un fogonazo metálico, el espíritu del Tajo hecho alas que vuela y vuela. Cuatro de la tarde. Viento seco de julio.

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