martes, 22 de marzo de 2011

La verdad del agua


Esta fotografía tiene ya cerca de diez años. Es del Alagón, un afluente del Tajo, tomada en la provincia de Salamanca, Castilla y León. Aúna -para mí- el resplandor de un día perfecto, la transparencia del río bajando primaveral, el puente antiguo cruzando elegante, la corriente serpenteando serrana y rápida. Los ríos no entienden de fronteras. El agua, por concepto, es el elemento menos aprehensible y escurridizo, a veces líquido, otras hielo, las más vapor y viento. Me gusta el agua en los ríos, libre, no sujeta a ataduras. El agua como cifra, mercancía, poder, dominio… ha usurpado el territorio del agua libertad, destino, espejo y esencia. El agua es lo más sagrado que corre por este mundo, pero se la ha convertido en negocio. Me gusta contemplar los ríos libres que nos quedan, y entre ellos los relampagueates del sur de Gredos, de Gata. En sus aguas de espumas y esmeraldas se encuentra la esencia de la vida. No hay tiempo para estancarse, pudrirse en melancolías y eternas encerronas. Todo es bajar, continuar, jugar con los mirlos acuáticos, revolviendo piedras y lanzando fulgores de grandeza. El desguace del intelecto del hombre tiene su máxima expresión en la destrucción de los ríos, en el intento insensato de dominarlos y convertir su propia esencia, su latido, el agua, en un mero recurso. Un río no puede tener precio, un metro cúbico de agua tampoco. Son regalos, privilegios de este mundo que ni miramos ni apreciamos. Usamos, rompemos, torcemos. ¿Y para qué? Nos falta aprender lo básico: el sentido de la belleza. La verdad del agua. La libertad es un río limpio bajando una tarde de primavera desde las soledades de Las Batuecas, una imagen, un sonido, un olor, un espacio, un recuerdo, que habitarán para siempre en la memoria, rumor fugaz de agua libre trazando su camino, entre ovas y lavanderas, sobre los surcos de la sencillez más limpia.


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