La Tribuna de Talavera, 31 julio 2009
En lo alto del puerto del Pico hay gente que observa el incendio desde la terraza del bar, tomando una cerveza y contemplando plácidamente cómo el fuego avanza hacia las nacientes del Tormes. Los helicópteros cargan agua en el vivero, y las vacas avileñas observan desde los prados del Alberche. Abajo, diez hidroaviones echan agua sin parar a la hoya del Arenal, y se van, en fila, con un orden perfecto hasta el Rosarito. En Ramacastañas el Tiétar es sólo un charco y la Sierra un paisaje de brumas, invernal, con alfaguaras de humo y ceniza. Localizo lugares, collados, pinares, gargantas, distancias. Junto a la carretera del puerto arden enebros como teas, primero con lentitud, resistiendo la muerte, luego con una explosión rápida que los convierte en un fogonazo de humo negro.
En Cuevas del Valle la gente mira al cielo. Una nube de silencio y ceniza, fina como la luz de la tarde, lo ocupa todo. Los helicópteros pasan, sueltan el agua, y vuelven. Bajan los vencejos, ladera abajo, y se confunden con las alas naranjas de los hidroaviones. La columna de humo sube y luego se quiebra hacia el sureste. Ya humo blanco, de piornos y monte bajo, transparente sobre la tarde oscura. Luz fría sobre Mombeltrán, como de tarde de enero. En los pinos aún aguantan brochazos de verde, supervivientes al infierno de la noche anterior. Si te fijas todo el pinar arde, o llora en gris, con un aliento espeso. Las carreteras se internan por bosques de espectros hacia el Arenal. Los fuegos resurgen en los valles y hay algo que te va diciendo que es imposible, que no puede ser. Pero el olor a humo se masca, el aire es seco, mineral, cruje el granito. Es verdad. Detrás del fuego siempre hay intereses, pero el fuego siempre deja muerte y paisajes desencajados. Los troncos de pino son agujas de ceniza en una tierra que ya sólo es desolación. El fuego lo para todo, es una muerte que arranca la belleza de raíz, en un segundo. Y le descuaja pedazos de alma a la tierra, como se los arranca a quien conoce lo que se ha perdido, los paisajes, los lugares, los cerezos, los castaños, las miradas de las gentes que han labrado el paisaje de Gredos durante generaciones. Todo se va, y lo sabes, y te hace saber que ya nada será igual, que no serás igual.
En Cuevas del Valle la gente mira al cielo. Una nube de silencio y ceniza, fina como la luz de la tarde, lo ocupa todo. Los helicópteros pasan, sueltan el agua, y vuelven. Bajan los vencejos, ladera abajo, y se confunden con las alas naranjas de los hidroaviones. La columna de humo sube y luego se quiebra hacia el sureste. Ya humo blanco, de piornos y monte bajo, transparente sobre la tarde oscura. Luz fría sobre Mombeltrán, como de tarde de enero. En los pinos aún aguantan brochazos de verde, supervivientes al infierno de la noche anterior. Si te fijas todo el pinar arde, o llora en gris, con un aliento espeso. Las carreteras se internan por bosques de espectros hacia el Arenal. Los fuegos resurgen en los valles y hay algo que te va diciendo que es imposible, que no puede ser. Pero el olor a humo se masca, el aire es seco, mineral, cruje el granito. Es verdad. Detrás del fuego siempre hay intereses, pero el fuego siempre deja muerte y paisajes desencajados. Los troncos de pino son agujas de ceniza en una tierra que ya sólo es desolación. El fuego lo para todo, es una muerte que arranca la belleza de raíz, en un segundo. Y le descuaja pedazos de alma a la tierra, como se los arranca a quien conoce lo que se ha perdido, los paisajes, los lugares, los cerezos, los castaños, las miradas de las gentes que han labrado el paisaje de Gredos durante generaciones. Todo se va, y lo sabes, y te hace saber que ya nada será igual, que no serás igual.
Al caer la tarde, en lo alto del puerto, la tarde la gente contempla en silencio el incendio. La policía militar pone orden, y los helicópteros encienden las luces. Arde la noche, y un pedazo de Gredos escapa muy lejos, convertido para siempre en cenizas y humo.
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