martes, 22 de junio de 2010

A Saramago

He leído algunos libros de Saramago; otros no. El que más me gustó en su momento fue Viaje a Portugal. Me gustó la mirada serena, lenta y real sobre el paisaje y las gentes. Pueblos olvidados, quizá ya desaparecidos. Es el Saramago que más me interesa, quizá porque más que libro de viajes es libro de gentes. El viajero ibérico (Saramago, Cela, Cervantes), es viajero de personas más que de paisajes, que al contrario que los ingleses y franceses, observa y escucha, y no mira y opina. La imagen que me queda es de otro libro, de Historia del cerco de Lisboa, a las puertas de la ciudad, del castillo, a la orilla del mar de la Paja, y una mujer apoyada sobre un cipo romano junto al Tajo remansado. Busqué esa imagen hace unos meses, cuando subimos desde el Estuario a Santarém.

Cuando hace diez años recorrí el Tajo bajé hasta Azinhaga, el pueblo de Saramago. Recuerdo un paisaje de olivos de cinco o seis siglos, recién cortados a motosierra, en las terrazas del Tajo. El pueblo, Azinhaga, era blanco, tranquilo, con mucha gente en bicicleta por las calles anchas. De aquel viaje, de aquel recorrido por aquella parte del Tajo y del Zêzere escribí lo que dejo más abajo. Aquel libro, Viaje a Portugal, me enseñó a no dudar nunca entre el camino gastado y el por hacer. Desde entonces he recorrido muchos caminos de Portugal, de la raya, que todo viene a ser lo mismo, aquí o allí.

Publicado en La Tribuna de Talavera el 14 de mayo de 2001

Niebla en la mañana recién horneada. El camino le acerca hasta el río Zêzere embalsado por la presa de Castelo do Bode, y allí se detiene, que a ello ha venido. Contempla el mar de interior, artificial y descolocado, como todas las presas que amortajan los ríos que conoce. Los embalses, piensa, son cementerios de ríos donde penan el delito de ser las venas de la tierra. Lo único que le llama la atención es el cartel donde una nutria ataviada de esmoquin sostiene un vaso de agua mucho más azul que la del embalse. Tem sede? Não compre nem construa nesta zona. Água é vida. Palabras que le traen la imagen del Zêzere todavía joven pero ya de aguas ajadas, que encontró bajo los sillares del puente de Tortozendo.

La niebla se abre y deja entrever las orillas pobladas de pequeñas casas, como de cuento y de barquichuelos fondeados en las ensenadas de mentira del embalse. Caminos, repoblaciones con pinos y eucaliptos, llagas en la tierra, huellas del desplome de lo natural a favor del capricho humano. Definitivamente aquí como en cualquier lugar no se hacen caso a los carteles ni a lo que la tierra desea.

El Zêzere muere en el Tajo como río grande. El Zêzere libre ya de hormigón se ha llevado por delante este invierno los árboles de la ribera, lo ha volteado todo, que así es como un río pide respeto. Las aguas fluyen lentas, densas, arrastrando rumores y hablando para quien las quiera escuchar.

Tomar es ciudad de castillo, monumentos, iglesias e historia. A Tomar llega cansado de tanto pueblo, de tanta gente, de tanto coche. Uno, acostumbrado a espacios vacíos, a recorrer tierras y montes acompañado por soledades, no acaba de habituarse a tanta densidad de gentes y construcciones. Quizá sea por ello, o porque la mañana no anda muy derecha, no quiere saber nada de monumentos, y se acerca al puente sobre el Nábao. Unos viejos quioscos pintados de un verde ya cansado, sombrean la mañana a los parroquianos. Las aguas bajan encauzadas, llenas de renuncias, caminando al Zêzere para después juntas marcharse al Tajo. Uno duda, al final, entre trepar a las piedras altivas del castillo o marcharse a las tierras vacías de Paul de Boquilobo, allí donde el río Almonda culebrea venteando el Tajo. Decide, al final, dejar los monumentos e irse a la ribera del Tajo, a los pueblos que lo acompañan, que le dicen más las gentes que las piedras, que ya se dijo que sólo son paisaje reconvertido con mejor o peor gusto.

La Reserva Natural de Paul de Boquilobo es un lodazal que los ríos han anegado el último invierno. No ha venido a Paul de Boquilobo a contemplar garzas y patos, que para eso no hay que ir tan lejos. Ha venido a contemplar lo que un río es capaz de hacer. Las marcas de la crecida quedan a dos metros por encima de la cabeza y todo anda en silencio, como aquejado de alguna pena. El paisaje tiene un mirar afiebrado, un mirar como desperdigado y rumoroso.

Ya lleva muchas horas andorreando bajo el sol y piensa si no será él quien anda desvariando. Tierra de quintas blancas e inmensas donde ha quedado grabado en la tierra el trabajo del hombre. El sudor de quien pelea con la tierra brilla siempre más que los deslumbres de la cal de cortijos y quintas.

Anda en estas cábalas cuando llega a Azinhaga. Azinhaga es pueblo blanco, de espacios amplios, y donde se sabe apreciar el tiempo. Las calles son de las bicicletas y los colores de los contenedores para pilas, plásticos, papel y cartones brillan bajo un cielo azul que ciega. Entra en un bar de la plaza; pide una cerveza e intenta agarrar algo del tiempo que aquí es más ancho que en cualquier otro lugar. Después se sienta en un banco azul de la plaza y aprende a contemplar.

Queda para la tarde el Tajo. El Tajo en Portugal es río grande, ancho, amplio y convencido de su destino. Hay que retroceder, desandar lo pateado y acercarse al castillo de Almourol. En medio del río, sobre un peñasco que rompe el fluir del río, se levanta el castillo. Se queda paralizado observando el castillo varado en medio de la corriente, como surgido de los espacios dilatados de la imaginación. Castillo de libro de caballerías, de los que uno no cree que existan hasta que los encuentra en algún quiebro del camino, sobre horizontes inventados por la distancia.

Luis Gonçalves es el barquero de Almourol. En España el Tajo de los barqueros ya se extinguió, como el Tajo de los pescadores y el de los molineros. El Tajo en España está maniatado y ahormado a los intereses de quienes lo explotan y han barrido con todo lo que el gran río era. El Tajo en España es de los que venden agua, kilovatios y hormigón. El Tajo en España ya no es del Tajo ni de los barqueros.

Barca y barquero aparecen arrastrados por la corriente cuando ya la tarde cae. Por trescientos escudos Luis Gonçalves te acerca hasta la orilla del peñasco que soporta el castillo. Antes rodea la isla y enseña el castillo desde todos los costados. El Tajo ha subido mucho este invierno, siete u ocho metros por encima del nivel actual. Lo dicen las tamujas y los troncos depositados muy arriba por la corriente.

Luis Gonçalves le deja en el castillo, solo con los fantasmas y el rumor del Tajo. Castillo de cuento, el de Almourol tiene su leyenda y habla de mora y cristiano, de amores y destinos contrariados. Las leyendas viven tras las almenas del castillo, como en todos los castillos que atalayan el discurrir del Tajo a un lado y otro de la frontera, que tierra y agua no entienden de límites y limitaciones del hombre.

Desde lo alto de la torre del homenaje, contemplando la corriente densa del Tajo libre, sin presas, con espacio para dilatarse y apretarse a capricho, vienen como la brisa de la tarde las imágenes de Castelo de Bode, de Tomar, de los fangales de Paul de Boquilobo y la limpieza de miras de Azinhaga. Y en estas se acerca el vuelo efímero del espíritu del Tajo.

Lo que el Tajo fue lucha por no extinguirse definitivamente. Ya sólo sobrevive en lugares como el castillo enriscado en la corriente del Tajo. Y Luis Gonçalves, el barquero de Almourol, lo protege. El río se lleva guardado en lo profundo el brillo gastado del castillo y el reflejo moribundo de su libertad.

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