miércoles, 13 de abril de 2011

El regreso de los primillas

Hace tres o cuatro años conté en el pueblo abandonado dos o tres parejas. Ayer unas doce, repartidas entre el castillo derrumbado, la iglesia abandonada y dos o tres casas de teja vana. El caserío sobrevive sus últimos días, caen las tejas, las ventanas se mecen con el viento y las amapolas explotan en el paisaje. Pasan los aguiluchos pálidos, las perdices toman el sol sobre las cubiertas vencidas; y los milanos reales vuelan altos. Los cernícalos pelean con las palomas y las grajillas. Hay sitio para todos. Los machos entran en el nido con escolopendras en las garras. Y se van otra vez, vuelan un rato, altos. Y regresan en oleadas. Cogujadas y trigueros en el camino y las lindes. Una oropéndola en la morera. La tierra seca al sol fuerte de este abril. Pedazos de cerámica y ladrillo, piedras calizas, mil veces arados y troceados. Los primillas entran una y otra vez, vuelan con el viento, con la alegría de la siembra verde y eterna, de los castillos que puntean la distancia, ruinas de un tiempo lejano del que no quedan caminos ni ecos. Han vuelto los primillas. Volveré a verlos esta primavera, a ver cómo los va. A ellos y al aguilucho pálido que vuela sobre los cipreses del cementerio. Han vuelto los primillas a su territorio de equilibrios y derrumbes, donde lo único sólido es el viento, lo único inmutable. Una buena noticia en esta primavera verde profunda, viva como pocas.



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