El paisaje de mayo es un soto en sombra al mediodía o al inicio de la tarde, en ese momento incierto de cambio en el que callan por un segundo los ruiseñores emboscados entre los sauces, y la sombra de los alisos es espesa y el verde de las hojas es más fuerte. Luego, con la tarde, los pinares del Alberche van tomando color dorado, y bajan las olas de pelusa desde las alamedas. Como un viento blanco, como una nevada a destiempo, con zarceros y torcaces en nido, arrecia el viento y empuja una atmósfera etérea e intangible, blanca en la distancia, inalcanzable en la precisión de la cercanía del segundo. Las pelusas se deshacen, suben y bajan, vuelan hasta lo alto de los piñoneros, tapan al fondo Gredos y llenan los remansos del Alberche con una telilla blanca y sutil, a la que bajan a beber mirlos y oropéndolas. En las tardes de mayo vuelan las pelusas de los álamos negros como banderas de la primavera en un territorio de verdes nuevos y olas antiguas, con los troncos rectos y negros de las alamedas recortándose contra la distancia. Los fresnos ancianos contemplan a las vacas, a las cigüeñas, a los aspersores novísimos que se han abierto sitio entre el encinar. La nieve de mayo baja como un reguero de luz, como infinitos destellos de paciencia y eternidad sobre la tarde que se acaba. El paisaje de la vida.
miércoles, 6 de mayo de 2009
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