Con los vencejos de mayo llega la primavera. Al fondo tengo Gredos, velada ya por la luz horizontal de la tarde. Bajan los neveros aún hasta lo profundo del Tiétar, engastados en su distancia magnética. Esta primavera los vencejos han venido a hacer nido a mi casa. Vuelan rápidos, con la urgencia de los vencejos, ese ir y volver en las alturas, siempre arriba, nunca a ras de suelo, porque aquí arriba quizá las distancias te permiten ver Gredos azul en una tarde de primavera.
La ciudad desde el vuelo de los vencejos no es la ciudad de las obras, de los árboles ambulantes, porque siempre en esta ciudad estorban los árboles. La Talavera de los vencejos es la ciudad grande, la ciudad roja de ladrillo rojo como ahora, en los atardeceres, una tierra grande, con sus gentes y sus lugares, destino de un territorio que siempre mira a esta ciudad porque Talavera no es nada sin su entorno, sin su lugar que no es más que el paisaje, la luz, el brillo de las alamedas cada vez más lejanas y marchitas, pero ahora verdes de primavera y mecidas por el viento gallego; es la tierra de las barrancas cayendo al río entre el verde perenne del bosque de coscoja y enebros, árboles de paciencia y lentitud; es el río, el Tajo de pelusas y fango, de tanta grandeza como escombros.
La ciudad, la tierra grande, son sus gentes, las que pasan y aguantan lo que les echen: el olvido, el desdén, la lejanía, lo que sea. Los que trabajan porque su ciudad, su tierra, siga, permanezca, crezca y viva, que aquí es siempre un poco más difícil. Los que conocen, los que hablan bien, o mal, pero para los que Talavera es su ciudad, la capital, a la que siempre vuelven como los vencejos de mayo a los huecos de las albarranas, al olor profundo a río que sube cuando llega la noche. Los que creen que no todo está dicho, que siempre es posible más y mejor.
Los vencejos suben y suben a la luz, a los territorios de las atmósferas nocturnas. Dentro de un rato la ciudad será de la pólvora y de las luces y ruidos del ferial. Desde allí arriba, Talavera de la Reina será una tierra grande, tan grande como quieran sus gentes.
La ciudad desde el vuelo de los vencejos no es la ciudad de las obras, de los árboles ambulantes, porque siempre en esta ciudad estorban los árboles. La Talavera de los vencejos es la ciudad grande, la ciudad roja de ladrillo rojo como ahora, en los atardeceres, una tierra grande, con sus gentes y sus lugares, destino de un territorio que siempre mira a esta ciudad porque Talavera no es nada sin su entorno, sin su lugar que no es más que el paisaje, la luz, el brillo de las alamedas cada vez más lejanas y marchitas, pero ahora verdes de primavera y mecidas por el viento gallego; es la tierra de las barrancas cayendo al río entre el verde perenne del bosque de coscoja y enebros, árboles de paciencia y lentitud; es el río, el Tajo de pelusas y fango, de tanta grandeza como escombros.
La ciudad, la tierra grande, son sus gentes, las que pasan y aguantan lo que les echen: el olvido, el desdén, la lejanía, lo que sea. Los que trabajan porque su ciudad, su tierra, siga, permanezca, crezca y viva, que aquí es siempre un poco más difícil. Los que conocen, los que hablan bien, o mal, pero para los que Talavera es su ciudad, la capital, a la que siempre vuelven como los vencejos de mayo a los huecos de las albarranas, al olor profundo a río que sube cuando llega la noche. Los que creen que no todo está dicho, que siempre es posible más y mejor.
Los vencejos suben y suben a la luz, a los territorios de las atmósferas nocturnas. Dentro de un rato la ciudad será de la pólvora y de las luces y ruidos del ferial. Desde allí arriba, Talavera de la Reina será una tierra grande, tan grande como quieran sus gentes.
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