sábado, 13 de marzo de 2010

HOMBRE CON PAISAJE

A estas horas de la tarde/noche ya se ha escrito y dicho mucho sobre Miguel Delibes. El último escritor de la generación del 98 murió de madrugada, a la hora incierta en que las luces de la mañana descubren la realidad. Sobre Castilla la Vieja esta noche cruzaban brumas del Atlántico, nubes altas, velazqueñas, que por la tarde se entramparon sobre Gredos. Castilla hoy ha sido la Castilla de los inviernos de antes, con venas como ríos en el paisaje y un sentimiento de tristeza en cada pliegue, en cada arruga de la distancia.

No he leído casi nada de lo que se ha escrito hoy. No me gusta este país que llora y elogia al muerto y olvida y esquina al vivo. Delibes parecía en la distancia un hombre bueno, en el concepto puro machadiano. Escritor de letra transparente y fría, sin andamios ni puntillas, deslizándose sobre la vida como los ríos sencillos y delicados de Castilla, fieles a sus paisajes y a sus riberas, sus álamos y olvidos, Delibes era un escritor con territorio, que no es el paisaje de Castilla, sino el de su propia identidad, que en este caso fue Castilla. No me interesan los escritores sin paisaje. La tradición postmoderna hispana ha dejado a los escritores sin paisaje, porque todo lo que es referencia a la tierra, al hombre, a lo rural –Castilla, España, Iberia–, huele a rancio y a español, a derecha y a ultramontano.


En la España de la última mitad del siglo XX el paisaje se dejó a los escritores «de derechas» –Cela, Umbral, Delibes–. Umbral tenía su paisaje de Madrid alumbrado por personajes que no me importaban nada pero con los que logró crear un ecosistema de tres dimensiones, barroco y de la luz limpia que siempre llena Madrid. Cela era otra cosa, más grande y excesivo. Creía hacer ver que escribía/miraba desde arriba. Pero al final le salía el trato corto y cercano, el barro en las botas. Me quedo con, para mí, su mejor libro Judíos, Moros y Cristianos, trazado en ese paisaje de Gredos, Guadarrama y el Ayllón donde las dos Castillas –la Castilla única, plegada en el espinazo unamuniano– es la verdadera protagonista.

Delibes era escritor de tierra. Para mí sus mejores libros son los diarios de caza, de cuadrilla y percha. Tengo ahora a mano dos, Las perdices del domingo y Aún es de día. El primero lo regalaban hace unos años al comprar una revista de caza. El segundo lo rescaté hace unos meses de un contenedor de papel reciclado. Delibes es realismo. Un realismo cercano, vívido y sólido. Delibes era escritor acostumbrado a mirar al cielo. Delibes, a buen seguro, distinguiría en el cielo la silueta de un milano de la de un ratonero. Sabría buscar al macho perdiz en el cantadero, recortado contra la bruma primaveral de la vega del Arlanza. Delibes era escritor que conocía la tierra que pisaba y describía, universo de verdad alejado de realismos mágicos y barroquismos tan a la moda. Delibes escribe/describe una España de verdad, una Castilla tan esquinada como olvidada, una realidad tan cercana que duele. Muchos hemos contemplado el paisaje y el paisanaje de Los santos inocentes en las dehesas de Extremadura. Aún existe. Delibes relata una España/Castilla que agoniza, que se muere atropellada bajo las autovías, los parques eólicos, el vacío inmenso de los pueblos despoblados. En los libros de perdices, Delibes siente esa pérdida, la muerte de un ecosistema rural donde el hombre es tan importante como la perdiz, la liebre o la sorda. Delibes era como esos viejos alcornoques, esas encinas de siete u ocho siglos que se dejaron en los años setenta en medio de las «repoblaciones» de eucaliptos. Los árboles novísimos, espigados e insolentes observaban al anciano que languidecía de pena y olvido. El hombre sin su paisaje, sin luz, sin el ancla de su tierra y sus querencias, al fin no es, sólo un número, una paga, una nada.

No me interesan los escritores sin paisaje. Las historias necesitan ancla y rumbo. Delibes escribe porque es su oficio, cronista de un mundo que termina, que ya casi no existe, que se ha ido para no volver. Joaquín Benito de Lucas dice que «Cuando estás alegre vives, cuando estás triste escribes». La pérdida, para Delibes, es el motor de la escritura. Escribe para comunicar, para lamentar que esto se acaba, que la vida es un desgaste que nos va limando poco a poco, y se va llevando lo que de verdad nos importa hasta que al final ya no nos importa nada, ni nosotros mismos.

Delibes era un escritor ecologista, de campo y escopeta, cazador de verdad, de saber observar y comprender. De escuchar y aprehender. Uno de los últimos escritores de Castilla, en una Castilla que han extinguido las autonomías y un complejo de inferioridad inducido. Castilla hace tiempo que perdió a su hombre y a su paisaje. Hoy ha perdido a su escritor.

Hace unos días subí hasta la laguna de Castillejo, hinchada hasta rebosar este invierno de abundancia. En la orilla, raya con la siembra, siete grullas tranquilas, junto a las encinas, al fondo, recortada, la labranza de Valgrande. Una pareja de águilas reales marcaba el territorio frente a los ratoneros. Las observaba cuando una pareja de perdices me salió cruzada delante, de bajo una retama. Las seguí con la mirada, cruzaron la carretera y rasearon el barbecho. Gredos doblaba su cuerpo de nieve en el espejo pulido de la laguna. Arriba, ventisqueros inmensos sobre el Almanzor. De repente me salió una becada de entre las botas de agua. No la había visto, como siempre. Salió como un rayo, cruzó hacia las grullas, saltó la laguna y se fue a perder junto a los azulones. Un resplandor de la Castilla antigua cruzó el paisaje durante un segundo perfecto.

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